Aunque Panamá cuenta con un Plan Nacional de Seguridad Ciudadana orientado a la prevención, surge la pregunta obligada: ¿quienes diseñan y ejecutan estos programas están realmente capacitados para enfrentar la magnitud del problema?
La realidad nos golpea con fuerza. Lo que ocurre en Colombia con los atentados y la violencia organizada debería encender nuestras alarmas. El alto flujo migratorio a través del Darién representa un riesgo, pues no siempre se sabe quiénes ingresan al país. Al mismo tiempo, los índices delictivos en Panamá continúan en ascenso, generando una sensación de inseguridad que cada día resulta más difícil de ignorar.
Las raíces del problema son profundas: desigualdad económica, pobreza, desempleo y, sobre todo, una alarmante falta de educación. A ello se suma el desinterés de las autoridades, la corrupción institucional y un sistema judicial débil que permite a los delincuentes actuar con total impunidad. En este terreno fértil, la violencia encuentra el espacio perfecto para multiplicarse, convirtiéndose en una amenaza que se escapa de las manos.
Cuando un delincuente sabe que sus actos no tendrán consecuencias, la criminalidad se fortalece. Y eso es exactamente lo que ocurre hoy en Panamá. Urge implementar políticas de seguridad serias, con controles efectivos en nuestras fronteras, una justicia que no tiemble al sancionar y castigos ejemplares para quienes roben, maten o corrompan.
Estamos a tiempo, pero el reloj corre. O Panamá asume con responsabilidad el reto de frenar la ola de violencia, o nos veremos arrastrados por la misma espiral que ya consume a nuestro vecino país. La seguridad no es un lujo: es una necesidad impostergable.
El autor es docente.

