Las guerras nunca dicen la verdad. Se presentan como defensa, pero son expansión. Se proclaman justicia, pero son saqueo. Adoptan máscaras nobles para esconder fines brutales. Se invocan valores, pero se persiguen intereses. Se habla de humanidad, pero se destruyen vidas. La guerra miente. Y esa mentira se repite desde el podio de los poderosos hasta el último titular. Nos corresponde a nosotros desenmascararla, con pensamiento, conciencia y dignidad.
Hoy el planeta tambalea. La guerra toca a muchas naciones, mientras se juega una feroz partida geopolítica. No se disputa solo territorio, sino modelos de civilización. En nombre de la democracia, se imponen bloqueos. En nombre de la seguridad, se cercenan pueblos. En nombre de la paz, se envían misiles. Y millones de vidas quedan atrapadas entre narrativas de poder ajenas a sus necesidades.
Nuestra América no está en guerra, pero siente su aliento. Porque la guerra ya no necesita ocupar militarmente: basta con sembrar miedo, manipular mercados, imponer sanciones, fragmentar culturas. Y aunque no veamos tanques en nuestras calles, sentimos sus efectos en el precio del pan, en la migración forzada, en los discursos de odio que se infiltran por las rendijas.
Las guerras de hoy son complejas. No siempre tienen frentes definidos ni ejércitos uniformados. A menudo se libran en los medios, en las redes, en los algoritmos. Se disfrazan de debates, se infiltran en las emociones, se venden como progreso. Por eso es tan urgente decirlo con claridad: las guerras no son inevitables. No son naturales. No son el precio del orden. Son el fracaso de la humanidad.
Las guerras no empiezan con bombas. Comienzan con el lenguaje. Se siembran en discursos que dividen, relatos que demonizan y propagandas que anestesian. Primero se convierte al otro en enemigo. Luego se le borra el rostro. Después, todo es más fácil. Las palabras allanan el camino a las balas. Resistir la guerra es resistir su lenguaje: eufemismos, excusas, dogmas. Y se combate con verdad y pensamiento propio.
Quienes fabrican guerras rara vez las combaten. Las declaran desde oficinas cómodas, mientras los cuerpos caen lejos. Son los pueblos, los niños, las mujeres, los trabajadores, quienes pagan. Ellos entierran a los suyos, reconstruyen escuelas, rescatan cosechas. Y también ellos —nosotros— somos quienes pueden detenerlas.
Pero no basta con indignarse. Hay que proponer otro camino. No uno ingenuo ni romántico, sino profundamente humano. Un camino que empiece por desarmar el pensamiento, por dejar de ver al mundo en términos de enemigos y aliados, de ganadores y perdedores. Necesitamos una cultura del encuentro, no del choque. Una cultura donde la paz no sea una pausa entre guerras, sino un modo de vivir.
Esto implica repensar la economía, la política, la educación. Implica enseñar a nuestros niños a cuidar y no a conquistar. Implica construir medios que informen en lugar de manipular. Implica líderes que escuchen más de lo que ordenan. Implica rescatar la ética del cuidado, de la reciprocidad, del vínculo. Porque ninguna paz será duradera si no está tejida desde abajo, desde lo cotidiano, desde lo íntimo.
La cultura de la paz no es pasividad. Es acción lúcida y firme. Es resistencia a la violencia en todas sus formas: la del fusil, la del hambre, la del olvido. Es cuidar la vida en todas sus expresiones: la humana, la natural, la cultural. Es asumir que cada decisión, cada palabra, cada silencio puede ser semilla de guerra o de paz.
América Latina tiene algo que decir. Porque hemos sido invadidos, saqueados, silenciados, y sin embargo seguimos cantando. Porque sabemos de memoria lo que significa resistir sin armas: con poesía, con siembra, con memoria. Porque nuestros pueblos —indígenas, afrodescendientes, mestizos, campesinos, migrantes, criollos— han tejido redes de vida donde otros solo vieron despojo. Y porque desde este sur que aún duele, se puede soñar otro norte.
Es tiempo de levantar la voz. De negarnos a repetir los errores que arrastran siglos. De afirmar que no hay paz sin justicia, ni justicia sin verdad. De declarar que no aceptamos más guerras en nombre de nuestras libertades. Que no queremos ser piezas de ajedrez en manos de imperios. Que no necesitamos más héroes armados, sino pueblos conscientes.
Y la escribiremos. No con fuego ni pólvora, sino con memoria, ternura y visión. No con sangre ajena, sino con dignidad. Proponemos una narrativa nueva, nacida del vínculo, no del miedo. Una narrativa donde la paz sea construcción activa. Donde el cuidado sea fundamento político. Donde la cooperación desplace la imposición. Donde toda vida tenga un lugar sagrado. Porque este es el tiempo de los pueblos. Y los pueblos saben que quien siembra muerte no cosecha futuro.
La autora es psicóloga y educadora.

