Hace muchos años, Panamá no se distinguía por ser un país cuya manufactura, logística o agricultura fueran el eje de nuestro desarrollo. Eso empezó a cambiar por varias razones. Una primera fue el establecimiento de la Zona Libre de Colón, que creció hasta convertirse en la segunda zona libre más importante del mundo, despertando el interés de locales y extranjeros por el desarrollo de un comercio que, de una manera u otra, impactó todo el continente.
Pero en realidad los cambios iniciaron varios años después, cuando se firmaron y luego se implementaron los tratados del Canal de Panamá y los panameños empezamos a fijarnos en los mares que nos rodean. Esto conllevó al eventual desarrollo de nuestra industria logística e incrementó el interés por fortalecer aún más el turismo en el país.
Me atrevería a asegurar que la vida de todos los panameños cambió considerablemente con la entrada en vigor de estos tratados y todo el desarrollo que vino de la mano. El fortalecimiento de la logística, el mejor uso de los aeropuertos y la creación de áreas económicas especiales como Panamá Pacífico, así como las zonas francas, se apalancaron en nuevas leyes, como la que incentivó el establecimiento de las sedes de empresas multinacionales (SEM) en el país. Esto permitió que muchas compañías mudaran sus sedes de operaciones a Panamá, trayendo a numerosas familias y generando una significativa derrama económica.
Antes los panameños teníamos fama de ser joviales, corteses y amables. Aún recuerdo un comercial de televisión donde destacaban a un policía de tránsito, “muñeco”, por la forma tan peculiar que tenía de hacer su trabajo. Posteriormente, un ministro de Turismo puso a Panamá en boca del mundo, usando su fama personal. El mismo que, en la promoción turística nacional, prometía que en nuestro país las sonrisas son gratis.
Lo que no previmos, o no quisimos darnos cuenta, es que para esa época ya las sonrisas no eran tan gratuitas como se promovía. Nos habíamos hecho famosos por lo poco amables y corteses en que nos habíamos convertido, como si fuéramos la última limonada del desierto. No entendimos que el turista regresa donde es bien recibido, que los negocios que se hacen sobre una buena comida y conversaciones amenas siempre salen mejor. Pero para eso debimos haber capacitado adecuadamente a quienes debían atender ese “beneficio” que estaba llegando.
Hoy vemos que en almacenes, restaurantes y otros lugares, los dependientes te atienden como si te estuvieran haciendo un favor. Incluso ponen mala cara si los “interrumpes” en algo que están haciendo, aunque no sea parte de su trabajo. ¿Y qué podemos decir de quienes quieren vender un servicio? Ahora las ventas se hacen en línea, casi sin explicación y sin mencionar la famosa “letrita chiquita”.
Pareciera que quienes están encargados de defender los intereses de los clientes y consumidores están del lado de quienes abusan de uno. Si uno intenta poner una queja ante autoridades como la ASEP, se encuentra con que muchos de los que la han dirigido terminan trabajando para las empresas que deberían regular, y la prioridad no la tiene el cliente, sino quienes abusan de él.
Recientemente me pasó con un proveedor de esos “paquetes de servicios” que incluyen TV, teléfono e internet. Sufrieron un daño temprano en la mañana, empezaron a recibir quejas y todavía a las cuatro de la tarde seguían buscando la forma de culpar al cliente para luego “aceptar” que el problema era de ellos. ¿Y el reembolso?
Este tipo de servicio es crucial para las empresas multinacionales que operan desde Panamá. Exhortamos a las autoridades correspondientes a que hagan su trabajo sin pensar en dónde estarán laborando en tres, cuatro o cinco años, sino para garantizar que lo que se venda se cumpla.
De la misma forma, exhortamos a quienes tienen personal que da servicio al cliente a que lo capaciten adecuadamente. El cliente que regresa, en el turismo y en los negocios, es el mejor cliente, y esos son los que necesitamos en Panamá.
El autor es analista político y dirigente cívico.
