Se acierta al considerar la libertad, en su forma más pura —la libertad individual—, como un derecho natural, anterior a cualquier forma de organización política. Sin el pleno goce de este derecho, la democracia se reduce a poco más que una elección vacía. Las luchas y el desarrollo histórico de las civilizaciones han girado, en gran medida, en torno a la conquista o expansión de diversas libertades, según sus contextos sociales: algunos aspiraban a la libertad económica, otros a la libertad de pensamiento, política o religiosa.
La libertad y la felicidad del ser humano deberían ser los fines supremos de todo gobierno legítimo, pues sin libertad no puede existir una democracia auténtica. A lo largo de la vida, cada individuo debe comprender que una parte esencial de la condición humana es el derecho a construir su identidad, a ser y estar conforme a sus convicciones y, al mismo tiempo, a contribuir significativamente al bienestar colectivo. Sin embargo, estas libertades conllevan también deberes ineludibles. De lo contrario, en una sociedad donde la libertad está ausente, la democracia corre el riesgo de degenerar en tiranía.
Una de las amenazas más insidiosas contra las libertades individuales es la ignorancia inducida: el empobrecimiento deliberado de la educación para someter a los ciudadanos a un estado de docilidad, en el cual la minoría pensante y crítica se ve aplastada por el peso de la “tiranía de la mayoría”. Como advirtió John Stuart Mill, aunque la democracia se funda en el principio del gobierno de la mayoría, esta puede fácilmente transformarse en un instrumento de opresión, silenciando a las minorías disidentes y cercenando la libertad de pensamiento, acción y decisión.
La mejor defensa frente a esta ignorancia inducida —ya provenga del poder manipulador del Estado o de las fuerzas que se enfrentan en la arena política— es la educación. No obstante, la educación por sí sola no basta para alcanzar el ideal de la autodeterminación personal. Por ello, es imperativo formar a los estudiantes en los valores necesarios para emplear las herramientas educativas en beneficio del bien común. La libertad, en última instancia, protege al individuo incluso frente al poder democrático; es ella quien impone límites al Estado, sobre todo cuando este amenaza con convertirse en una estructura desmesurada, a punto de colapsar sobre sí misma.
La desaparición de la libertad sofoca el pensamiento crítico, conduciendo a la democracia a un estado de deterioro en el que queda vaciada de contenido, pues los ciudadanos ya no pueden informarse, disentir ni deliberar. De ahí la urgencia de enseñar a las nuevas generaciones el verdadero precio de la libertad y los desafíos que implica sostener una democracia funcional. Sin la primera, lo que queda es una democracia de fachada, instaurada por una mayoría vacía de propósito: una simple muchedumbre.
En momentos políticos críticos, el derecho a expresar opiniones impopulares no debilita, sino que fortalece a la democracia. Una comunicación más transparente y efectiva entre el aparato estatal y la ciudadanía podría ser el primer paso hacia la construcción de sociedades más justas y felices. Después de todo, no existe lucha más noble ni más justa que aquella que se libra en nombre de la libertad.
El autor es internacionalista.
