De vez en cuando, más veces de lo que me gustaría admitir, me enfrento a un dilema: ver las noticias o disfrutar de mi día. Sobra decir que estoy consciente de que solo se necesita un vistazo al periódico para que el corazón duela. Pero, pasa que el idealismo suele nublar la capacidad de discernir entre humanos y humanidad, y paso la página sin sospechar que habrá una noticia que, más que apretujarme el corazón, parece que me destrozara el alma. Noticias como esta: ha ocurrido la peor masacre en una escuela primaria estadounidense desde hace una década.
Resulta que las noticias nos advierten que la crueldad humana no empieza ni termina en Texas. La brutal e injustificada invasión rusa en Ucrania -hospitales de niños bombardeados, mujeres que han sido violadas una y otra vez como táctica de guerra-. En el Mediterráneo, decenas de refugiados mueren ahogados en el intento de escapar de aquellos conflictos que el mundo ha dejado en el olvido. Como el conflicto en Yemen, el cual Unicef describe como un “verdadero infierno para los niños”, ya que más de 10,200 han resultado muertos o heridos desde sus inicios.
Uno se pregunta si tiene derecho a disfrutar de su día. Como si nada. Como si nunca. Tomar el café y que me sepa bien, como si no hubieran madres destrozadas por perder a sus hijos a tiros. Disfrutar de una serie, como si no hubieran guerras acabando con la vida de tantos. Salir a bailar, como si alrededor del mundo no hubieran 100 millones de personas desplazadas forzosamente por huir de violencia o pobreza.
Uno se pregunta cómo estos titulares no sacuden al mundo para finalmente poner fin a conflictos, regular armas y proteger a niñas y mujeres violentadas. ¿Cómo es posible que a muy pocos les preocupa? Me atrevo a decir que más estremecedora que la crueldad misma, es la indiferencia e insensibilidad de tantos. Día tras día, son tantas las injusticias que son ignoradas, que parece que las hemos integrando en nuestra normalidad. Como si éstas fueran cosas que pasan y no circunstancias que podemos cambiar. Qué difícil es para unos comprender que sí podemos hacer algo al respecto. Es nuestra responsabilidad.
¿Por qué cargar un dolor que no es nuestro? Y si mejor nos preguntamos: ¿qué pasaría si lo hiciéramos? Si nos dejamos sentir el dolor de otros, sus agonías. Leer las noticias despacio y sentarnos con el dolor un rato. Dejar que nos perfore un hueco en el pecho. Llorar lo que tengamos que llorar, si es necesario. Quizá si todos hiciéramos esto, el mundo estaría un poco mejor.
Puede ser difícil dar sentido a mi argumento sin comprender la alta sensibilidad y su rol en la responsabilidad social ciudadana. Ésta va mas allá de ponerse en los zapatos de otro, pues hace referencia a una alta capacidad de percibir y sentir el sentimiento de otros al punto de llegar a compartirlos. La sensibilidad conecta y, cuando te sientes conectado a los problemas del mundo, te sientes responsable por aquello también. Es de humanos ser sensible… o, por lo menos, debería.
Yo solía soñar con ser menos sensible. Para no sentir tanto y que las injusticias no me dejaran angustiada todo el día. Para dejar de llevar conmigo el peso de los problemas del mundo, que, muy en el fondo, sabía que no me pertenecían.
Ahora, sueño con un mundo con más gente sensible. ¿Sabes? Porque lo cierto es que el mundo lo necesita. Necesita de personas que se tomen la injusticia como algo personal y que se atrevan a verlas de frente, aunque les duela, aunque las sienten. Ya son muchos los que ignoran el dolor ajeno y el mundo necesita de gente que no puede hacer eso, porque les resulta imposible ignorar un dolor que son capaces de sentir por dentro.
Me gusta pensar que, en tiempos de violencia, de injusticias y de guerras, la sensibilidad salva, ya que ésta nos empuja a hacer algo al respecto. En fin, si eres sensible, no lo lamentes y no olvides, que el mundo necesita de gente que siente.
La autora es trabaja en el Comité Internacional de Rescate
