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Los amigos de mis hijos: la realidad de dos mundos

Hace unos días tuve una conversación con mis tres hijos, de 16, 12 y 11 años, que me dejó reflexionando sobre un tema fundamental en la vida de las nuevas generaciones: el concepto de la amistad. La charla giró en torno a sus amistades en videojuegos y plataformas digitales frente a las amistades de la vida real. La conclusión fue clara y contundente: para ellos, las amistades digitales son igual de importantes, igual de reales y tan significativas como las que tienen en el mundo físico.

Lo más interesante no fue solo escuchar esa convicción, sino entender las razones que los llevan a sentirlo de esa manera. A través de sus palabras, pude percibir un cambio generacional profundo en la manera de relacionarse, un cambio que pone a prueba los parámetros con los que quienes crecimos en otras épocas solemos medir la autenticidad de los vínculos humanos.

La afinidad como punto de partida

El primer aspecto que me llamó la atención fue cómo mis hijos explicaban la dinámica de afinidad que surge de manera natural en las plataformas digitales. Allí, las personas se buscan y se encuentran por lo que les gusta en común. Si un adolescente entra a un videojuego o a un espacio virtual determinado, ya existe una base de afinidad: todos los que están allí comparten el interés por ese juego. Esto contrasta con la vida real, donde en la escuela, el vecindario o el trabajo uno se relaciona con personas de todo tipo, afines o no. En ese sentido, las amistades digitales comienzan desde un terreno común que facilita la conexión y la empatía, lo que hace que se perciban más “naturales” o fluidas.

Libertad de ser uno mismo (o alguien más)

El segundo punto que resaltaron mis hijos fue que, al no tener que mostrar quién eres en realidad —ni tu nombre, ni tu rostro, ni tu género, ni tu nacionalidad— y al relacionarse únicamente a través de un avatar, sienten que pueden ser “más ellos mismos que nunca”. La máscara del anonimato no la usan para esconderse, sino para liberarse de etiquetas y prejuicios. A través de sus avatares experimentan versiones de sí mismos: algunas más auténticas, otras aspiracionales, pero siempre genuinas en el sentido de que reflejan deseos, intereses y formas de relacionarse que quizá en la vida física les costaría expresar. Esa posibilidad de construir identidades flexibles genera un terreno fértil para sentirse aceptados y queridos por lo que hacen y comparten, más que por lo que aparentan ser en el día a día.

La dimensión del tiempo compartido

El tercer elemento que surgió en la conversación fue el tiempo. Según ellos, pasan diez veces más tiempo con amigos digitales que con amigos presenciales. No es extraño: las generaciones anteriores, como la X o los millennials, crecimos en parques, calles o espacios públicos donde el juego compartido era natural y cotidiano. Hoy esos espacios se han reducido o desaparecido. La generación Z y la alfa encuentran sus “parques” en los mundos virtuales. Allí pasan largas horas jugando, colaborando y conversando con sus amigos en línea, lo que refuerza la sensación de cercanía y profundidad en los vínculos. En su lógica, ¿cómo podría no ser real una amistad con la que compartes tantas horas diarias de experiencias, logros y emociones?

Pros, contras y preguntas abiertas

El análisis no estaría completo sin detenernos a pensar en los pros y contras de esta realidad. Por un lado, es positivo que los adolescentes encuentren espacios donde se sienten aceptados, comprendidos y acompañados. La afinidad inmediata, la libertad de ser ellos mismos y el tiempo invertido generan lazos que, sin duda, son significativos. Además, las plataformas digitales ofrecen una diversidad cultural enorme: un niño en Panamá puede tener un mejor amigo virtual en Israel, Corea o Estados Unidos, ampliando así su visión del mundo.

Por otro lado, surge la gran pregunta: ¿qué tan sólidos son estos vínculos cuando la vida presenta momentos difíciles? Un viejo dicho afirma que los amigos se conocen “en las buenas y en las malas”. Y es aquí donde se abre una duda legítima: las amistades digitales suelen construirse en la dinámica del entretenimiento, la diversión y el juego compartido, es decir, en las “buenas”. Pero, ¿estarán esos amigos en las “malas”? ¿Qué pasará el día que un adolescente necesite un hombro para llorar, alguien que lo acompañe en persona o que lo defienda en un contexto escolar o familiar? Es difícil saberlo, porque en muchos casos ni siquiera se conoce el nombre real de esos amigos virtuales.

Una nueva concepción de lo real

La conclusión, sin embargo, es que para mis hijos no existe una diferencia jerárquica entre lo digital y lo presencial. Ambos mundos se entrelazan y se sienten igual de válidos. Desde su perspectiva, lo que hace real a la amistad no es el lugar donde se gesta, sino la afinidad, el tiempo compartido y las emociones experimentadas. Y aunque nosotros, adultos de otras generaciones, podamos mirar con recelo este cambio, la realidad es que ellos ya viven en un mundo donde lo virtual es tan tangible como lo físico.

Quizás el reto para los padres y educadores no sea juzgar o invalidar estas formas de relación, sino acompañarlas, enseñarles a reconocer riesgos y, al mismo tiempo, reforzar la importancia de cultivar amistades en ambos mundos. Porque, al final del día, ya sea detrás de un avatar o cara a cara, la necesidad humana de pertenencia, de apoyo y de afecto sigue siendo la misma: construir puentes que nos hagan sentir menos solos en este mundo.

La autora es experta en turismo y comunicaciones.


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