Panamá podría ser un país ejemplar. Su posición geográfica es un privilegio histórico que debería irradiar bienestar a cada rincón del territorio. Pero vivimos atrapados en una paradoja cruel: una nación rica en recursos y pobre en visión de país. Un enclave moderno convive con vastas regiones empobrecidas. Y los motores que deberían arrastrarnos hacia el progreso parecen más bien detenidos, cooptados o mal dirigidos. Me he preguntado, con tristeza, por qué.
1. La deuda pública que no construye futuro
Endeudarse no es, en sí mismo, un error. Puede ser una herramienta poderosa si se invierte en infraestructura, en salud, en agua potable, en caminos que conecten regiones, en educación que transforme vidas. Pero en Panamá, gran parte de la deuda se ha utilizado para sostener clientelismo, planillas políticas y gastos sin retorno social. Nos hipotecamos sin construir nada duradero. ¿Qué país queremos dejar si la deuda crece pero el desarrollo no se ve?
2. La corrupción: un cáncer que desangra el alma nacional
La corrupción no solo roba dinero. Roba confianza, desvía recursos, degrada la política y rompe el contrato social. Cuando una licitación se infla, un puente colapsa. Cuando una escuela se abandona, un niño pierde el año. Cuando una carretera no se construye, una región queda aislada. Y la impunidad alimenta la sensación de que nada cambiará. La corrupción no es solo un problema ético: es el principal freno estructural al desarrollo nacional.
3. Una educación que no emancipa
Mientras el mundo se transforma con inteligencia artificial, pensamiento crítico y lenguajes digitales, nuestros jóvenes egresan de escuelas sin laboratorios, sin inglés, sin tutorías, sin comprensión lectora. No estamos formando ciudadanos globales, sino generaciones atrapadas en el rezago. La educación panameña no está cumpliendo su función de nivelar la cancha, de abrir caminos, de dignificar al ser humano. Sin educación de calidad, no hay república que se sostenga.
4. Un país sin estrategia de integración nacional
Panamá ha vivido como si el progreso fuera un fenómeno natural del Canal, sin necesidad de planificación. Pero el desarrollo no se derrama por ósmosis: se construye con visión, inversión y decisión. ¿Dónde están los planes para que Darién, Veraguas, Bocas del Toro, la comarca Ngäbe Buglé o Los Santos sean parte activa del modelo logístico, digital, turístico o agroexportador del país? La integración territorial no es un discurso: es una deuda de Estado.
Panamá no está condenado al fracaso. Pero sí está atrapado en un modelo que ha olvidado integrar a su gente, a su geografía y a su historia. No bastan las estadísticas macroeconómicas ni los edificios en Punta Pacífica. Lo que hace fuerte a una nación es su cohesión, su equidad y su sentido de propósito colectivo.
Quizás todavía estemos a tiempo de recuperar las riendas, de reunir a esos caballos dispersos, de dirigirlos con inteligencia y coraje. Panamá no necesita fórmulas mágicas: necesita voluntad, decencia y un proyecto nacional que no deje a nadie atrás.
El autor es exdirector de La Prensa.

