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Los ‘fachos’

El artículo de opinión de Jorge E. Silva Melo, “El ‘facho’”, intenta desmontar el uso desmedido del término “fascista”, pero cae en otra trampa: la de reducir el debate político a un juego de etiquetas vacías que nos alejan de los problemas reales que enfrentamos. Hay que admitir que, en las ciencias sociales, el uso flexible de los conceptos es una de las grandes dificultades para avanzar conversaciones. A la vez, debemos aprovechar esa diversidad de escuelas de pensamiento para reflexionar de manera más sistemática e inclusiva sobre las complejas dinámicas sociales.

La comparación que Silva Melo hace entre socialismo y fascismo se aleja de esa complejidad. En su lugar, juega con la idea de que estas ideologías son primas hermanas que suprimen libertades y exaltan el colectivismo. Esto refleja una corriente común en redes sociales, donde lo complejo se embarra con un poco de lodo para ganar un argumento. Al hacerlo, se simplifican de forma peligrosa procesos históricos profundamente distintos.

Mientras el fascismo fue un proyecto totalitario, racista, militarista y nacionalista, el socialismo es una corriente plural que ha buscado ampliar derechos sociales de trabajadores y personas marginalizadas. Las versiones autoritarias y nefastas del socialismo, sin duda, deben ser criticadas sin ambigüedades —algo que muchos políticos de izquierda en Panamá todavía rehúsan hacer—, pero no pueden usarse como sinónimo universal.

El artículo también refuerza la ilusión de que el capitalismo, tal como lo vivimos, es sinónimo de libertad, competencia y pluralismo. Esa afirmación, en un 2025 de Trump, Jinping y Putin, es insostenible. Vivimos un proceso acelerado de concentración de industrias, desvalorización de procesos democráticos y, sobre todo, de endiosamiento de plataformas digitales. Todo esto impone barreras de entrada cada vez más difíciles de superar, ahoga la creatividad y restringe la diversificación económica. En ese contexto, hablar de libre mercado como garantía de libertad se convierte en una forma de evasión ideológica o, peor aún, en un mecanismo para impedir cualquier transformación.

A esto se suma un preocupante resurgimiento de nacionalismos excluyentes, que pone en jaque al comercio internacional. El autor parece ignorar que esos discursos, muchas veces salpicados de racismo, provienen tanto de regímenes comunistas como de gobiernos que se autodefinen como democráticos y defensores del orden liberal capitalista.

También debemos reconocer que este tipo de enlodamiento ideológico nos caracteriza como panameños. Ha sido utilizado durante décadas, tanto para unirnos en torno a la causa de la soberanía sobre la Zona del Canal como para invisibilizar a quienes no se benefician de nuestro modelo económico. En Panamá seguimos sin enfrentar la persistente desigualdad territorial y étnica que nos define. Más del 20% de la población vive en territorios con niveles de pobreza, acceso a servicios, infraestructura y poder político incompatibles con cualquier noción de desarrollo inclusivo. Esto no es una falla coyuntural: es el resultado estructural de un modelo que concentra la riqueza y margina a amplios sectores de la población.

Además, nos negamos a reconocer el valor económico, cultural y social de formas de organización distintas a la empresa con fines de lucro. Hablamos poco o nada de cooperativas, organizaciones comunitarias o sin fines de lucro, cuando en países como Alemania, Francia o Estados Unidos estos modelos contribuyen a la productividad, la estabilidad social y la participación democrática. En Panamá, el relato dominante —ahora reforzado por un presidente que declara abiertamente su apoyo a los empresarios y su rechazo a los sindicatos— desacredita todo lo que desafíe la lógica de las ganancias financieras.

Se valora poco el rol del gobierno como facilitador y promotor del desarrollo empresarial. O se lo valora solo cuando el beneficio es directo, algo que escandalizaría a economistas liberales como Adam Smith. Tampoco se reconoce el papel de la academia ni de la investigación como parte del tejido que sostiene una democracia saludable, en un país donde el gobierno ha llegado a describir a una de nuestras universidades como una guarida de terroristas.

Esta exclusión deliberada de saberes críticos y espacios deliberativos limita nuestra capacidad para imaginar alternativas y tomar decisiones informadas. No se trata de declarar la muerte del capitalismo ni de idealizar modelos alternativos. Se trata de abrir un debate serio sobre cómo distribuimos el poder, cómo reconocemos formas diversas de producción y cómo garantizamos una ciudadanía económica dinámica.

Más allá de quién llama “facho” a quién, lo que debe preocuparnos es la imposibilidad de conversar con profundidad sobre los desafíos que enfrentamos. Mientras sigamos atrapados en disputas superficiales, el país seguirá divagando con los ojos enlodados.

El autor es economista.


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