Hace más de cien años, durante la llamada Ley Seca en los Estados Unidos, promulgada para frenar el alto consumo de alcohol y reducir la violencia doméstica, apareció un desconocido agente federal del Tesoro que encabezó una campaña contra el crimen organizado en Chicago. Eliot Ness formó un pequeño grupo, conocido como los “Untouchables”, que asumió la difícil tarea de desmantelar una creciente red de producción, distribución y venta de bebidas alcohólicas controlada por el mafioso Al Capone.
Aquella prohibición, lejos de reducir el consumo, le ofreció a las pandillas locales formidables fuentes de negocio: contrabando transfronterizo, lujosos bares clandestinos (speakeasies), prostitución y, lo peor, una corrupción que penetró todos los niveles de la política; jueces y policías pasaron a servir al capo. A Capone no le preocupaba mucho aquel grupo de alguaciles inexpertos reclutados por Ness, confiaba más en sus suculentas coimas y en sus amenazas de muerte. Sin embargo, los agentes federales fueron allanando poco a poco las operaciones ilegales y obteniendo valiosa información contable. Era difícil asegurar pruebas sobre asesinatos, extorsiones o contrabando, pero la experiencia de Ness en investigar evasión fiscal permitió armar un expediente sólido que condenó a Capone a 11 años de prisión por fraude tributario y puso fin a su reinado de terror.
Hoy encuentro una analogía entre el Chicago del siglo pasado y lo que vivimos en Panamá. El narcotráfico transfronterizo, que desde el sur abastece al mercado mundial, se ha convertido en un negocio exponencial para productores, distribuidores y traficantes. Nuestra posición geográfica y el intenso movimiento de contenedores en los puertos nos vuelven un cauce ideal para esa maldita droga. Incluso algunos gobiernos autoritarios vecinos, en contubernio con mafias, han optado por mirar hacia otro lado, pues estas exportaciones ilegales representan una fuente importante de divisas para equilibrar sus escasas reservas monetarias.
Al igual que en la Ley Seca de 1920, esa cadena del mal inevitablemente corrompe a funcionarios, policías y jueces, e incluso financia campañas de políticos y líderes sindicales para debilitar los controles del Estado. Por fin, después de varias décadas, tenemos un presidente y un grupo de funcionarios públicos honestos, dispuestos a desafiar a esas narcopandillas, resistir sus amenazas, desarticular sindicatos corruptos, enfrentar ataques mediáticos y hacer cumplir la ley, pese a los lentos y tediosos procesos legales.
Tristemente, el mundo parece andar en reversa. Nuestros verdaderos “intocables” ya no son los funcionarios decentes que auditan o investigan la corrupción e imponen el orden público. Hoy los “intocables” locales son pandilleros que incendian vehículos, roban y destruyen propiedades privadas; grupos indígenas que, bajo la excusa de defender sus derechos, bloquean por meses el libre tránsito, cobran peajes, talan árboles y destruyen vías públicas; políticos que se dicen perseguidos mientras roban y evaden la justicia; maestros que han condenado al sistema educativo y a la juventud al fracaso; y mal llamados líderes sindicales que dejaron sin empleo a miles de trabajadores.
Ante esta triste dicotomía moral, patrocinada incluso por legisladores, defensores del pueblo, religiosos, educadores y juristas —quienes han jurado cumplir con la Constitución y con las leyes de Dios y la República—, crecen las dudas entre los buenos ciudadanos sobre hacia qué lado debe inclinarse la balanza de la justicia. Las leyes no siempre son claras ni justas, pero cuando se aplican debe prevalecer el bienestar de la mayoría silenciosa, inocente y trabajadora, por encima de una minoría escandalosa, corrupta y dañina. Ojalá que nuestro “Eliot Ness” y su equipo mantengan la perseverancia del de Chicago y que, en los próximos cuatro años, podamos sacudirnos, aunque sea temporalmente, la anarquía que promueven y financian las fuerzas del mal.
El autor fue embajador de Panamá en la ONU.

