Esta semana recibí en la consulta a Julia, una niña de 7 años que, desde hacía más de dos semanas, se quejaba de dolor abdominal y cefalea. Su madre, muy angustiada, me contaba que no tenía fiebre, ni vómitos, ni diarrea, ni síntomas respiratorios. A simple vista, no parecía haber una causa médica clara.
Al indagar un poco más, me contaron que Julia estaba comiendo menos de lo habitual y que había comenzado a pasarse a la cama de sus padres por las noches. Finalmente, en una conversación más pausada, surgió un dato clave: la familia atravesaba un proceso de mudanza inesperado que había generado incertidumbre y malestar emocional en todos los miembros del hogar, especialmente en Julia.
Este es un ejemplo clásico de somatización: un fenómeno en el que las emociones se expresan a través del cuerpo. Es decir, el niño realmente siente el dolor, pero el origen no está en una enfermedad física, sino en una emoción no resuelta o difícil de procesar. El cuerpo habla cuando las palabras aún no alcanzan para expresar lo que se siente.
Los síntomas de somatización más frecuentes en la infancia son dolor abdominal, cefalea, fatiga, náuseas, mareos y molestias musculares. A menudo, estos síntomas no se explican por una condición médica y pueden intensificarse en momentos de estrés, cambios o conflictos familiares. Según un artículo publicado en Anales de Pediatría, hasta el 50% de los niños puede presentar al menos un síntoma somático en un período de dos semanas, y entre un 2% y un 10% desarrolla un trastorno de somatización más complejo, con consecuencias importantes en su vida cotidiana.
Es fundamental entender que los niños no inventan el dolor ni fingen para llamar la atención. Ellos sienten genuinamente lo que expresan, pero, en muchas ocasiones, no saben cómo traducir sus emociones en palabras. Por eso lo manifiestan con el cuerpo. Escuchar con empatía, observar los cambios de conducta y prestar atención a señales como alteraciones en el sueño, el apetito o la conducta social es clave para detectar que algo les preocupa, aunque no puedan explicarlo con claridad.
Ahora bien, esto no significa que debamos dejar de llevar a los niños al médico cuando presentan síntomas. Todo síntoma persistente o que preocupe a los padres debe ser valorado por un pediatra. Pero también debemos tener la capacidad de mirar más allá del cuerpo, de explorar el contexto emocional, familiar y escolar. En estos casos, trabajar en equipo con profesionales de salud mental —como psicólogos y psiquiatras infantiles— puede hacer una gran diferencia.
Ignorar o minimizar estos síntomas puede tener consecuencias a largo plazo. Estudios muestran que los niños que no reciben apoyo adecuado frente a un trastorno de somatización tienen mayor riesgo de desarrollar ansiedad y depresión en la adolescencia y adultez. Por eso, un diagnóstico temprano y un abordaje integral son fundamentales para proteger su salud emocional y física.
La historia de Julia nos recuerda que el cuerpo también habla cuando es difícil encontrar palabras, y que, como adultos, debemos estar atentos, disponibles y dispuestos a acompañar a nuestros hijos en cada etapa que transitan. No siempre el origen de un dolor está en el cuerpo. A veces, está en el alma. Y para eso, también hay tratamiento.
La autora es pediatra.

