En medio de problemas con la Ley 462, la mina, los mal llamados memorándum de entendimiento, la falta de agua, la corrupción y muchos etcéteras, aún faltando cuatro años para las próximas elecciones, hoy quiero hablar de un tema estructural: sobre cómo hemos masacrado la confianza y lo necesario que esta será en el futuro.
Hablemos desde la verdad y con espíritu reflexivo, pero sobre todo desde la necesidad de un nuevo comienzo.
Hemos dedicado décadas de nuestras vidas al servicio público y a la vida política. Lo hicimos desde una trinchera ideológica clara: la de centroizquierda. Lo hicimos inspirados por un conjunto de principios que hablaban de justicia social, dignidad humana, soberanía, democracia profunda, desarrollo con equidad y de la obligación moral de no dejar a nadie atrás.
Pertenecemos a una generación que heredó una lucha noble. Una lucha que tuvo nombres y apellidos. Una lucha que vino del pensamiento, pero también del sacrificio y hasta de la inmolación de mujeres y hombres que entregaron su vida por construir un país más justo. De líderes que nos enseñaron que el poder solo vale si sirve para transformar, para corregir desigualdades y ampliar derechos.
Pero tengo que decir también, con el mismo compromiso con la verdad, que esa lucha fue traicionada por la manera en que muchos decidieron usar esas ideas como simple fachada para intereses personales o de grupos.
Hemos sido testigos y hemos luchado contra esa concepción porque significaba la destrucción del país. Vi cómo la institucionalidad y las organizaciones políticas, que alguna vez representaron la esperanza, fueron vaciadas de contenido. Cómo todo se fue desfigurando y se sustituyó la vocación cívica, social y patriótica por el interés económico y electorero, y así disfrutar y expoliar el poder.
Las organizaciones políticas quedaron reducidas a una mínima expresión de representatividad y se convirtieron en rémoras, sirviendo a los pocos empresarios que requieren del poder político para desarrollar sus empresas.
Así se incubó el desastre que hoy vivimos:
¡Con la renuncia a los principios!
Con la ambición desmedida llegó la corrupción y los narcodólares que apuntalaron el clientelismo.
Lo anterior creó la necesidad de perpetuarse en el poder, sin importar el destino del país, y por ello, de manera cínica, jugaron con los principios. Sin importar el daño y el desprestigio, se introdujo el transfuguismo no solo entre los políticos, sino también en otras esferas sociales.
La deslealtad institucional como norma y el oportunismo como ideología.
El proyecto político de país se transformó en un proyecto de poder.
Por todo esto se rompe la confianza ciudadana. Esto se manifestó en las elecciones posteriores a 2009.
Hoy la desconfianza y el descrédito son descomunales y generalizados.
Esa desconfianza y descrédito han impulsado a la juventud, como una esperanza, a la participación política. Y con ellos adquirimos la deuda moral de ayudarles, por el bien del país, a recuperar la fe y la confianza en la práctica de la política, y a que los más sanos no sean desviados. Eso siempre es y será una posibilidad.
No es tarea fácil porque ellos no creen en nada ni en nadie que lleve una bandera política, pero tampoco es imposible.
La desconfianza de ellos —y también la nuestra— es real. ¿Y sabes qué?
¡Tienen razón!
Tienen razón porque han visto cómo sus padres y sus abuelos apostaron a procesos que prometieron un cambio, y lo que recibieron fue más desigualdad, más corrupción, más cinismo.
Tienen razón porque han visto cómo se cierran las puertas del trabajo digno, de la educación pública de calidad y de una salud humana no mercantilizada.
Tienen razón porque nadie quiere vivir en una democracia que no resuelve ni las necesidades básicas, y menos las de aquellos que apenas sobreviven.
Pero a nuestra juventud también les digo: no podemos aceptar la política como se está practicando. Que desconfiar es un acto sano, sí, pero no se pueden dejar llevar a la rendición ni dejarse confundir hasta poner en peligro la democracia que, con sus falencias, sigue siendo la práctica política que posibilita la igualdad de oportunidades. ¡Rendirse no es una opción!
La política nunca será totalmente transparente y decente, pero lo más atrevido, osado y necesario es luchar para volver a creer que puede serlo.
Tampoco se trata de volver al pasado. Se trata de recoger lo mejor de ese legado y proyectarlo, con radical honestidad, hacia adelante.
Como cristiano, creo en los milagros y tengo fe en el Señor, pero en política no se pueden prometer milagros ni pedir fe ciega.
En estos años he aprendido, y muchas veces por las malas, que no basta con tener la razón, que la democracia, al igual que la credibilidad, hay que construirla cada día; que la justicia no se decreta; y que la política necesita redención, y no con discursos vacíos. Se redime con prácticas concretas, con nuevas formas de organización, con ética, con transparencia y con coherencia.
El autor es médico.
