Cuando me preguntan cómo es la Navidad panameña, siempre contesto que no recuerdo cómo sabe, porque los años fuera para estas fechas —treinta y cinco, para ser exactos—han articulado en el paladar de mi memoria una combinación de sabores que relega (nunca borra) la memoria del sabor navideño de Panamá, porque vivir fuera no es motivo de desconocimiento, al igual que no te habilita para opinar por nacer o no en un país, o vivir en él: la indiferencia o el interés se forjan en el corazón y en la mente más allá de la distancia.
Por eso sé que hay saberes que se olvidan estando cerca. «Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón», nos escribió Roberto Cantoral, y tiene razón: se puede estar tan cerca que despreciemos por cotidianos los sabores y saberes de nuestra tierra, de modo que terminemos convertidos en meros «informantes de lo crónico», dejando de lado el análisis crítico necesario, transformados en turistas nacionales de nuestro país, lejos por la distancia sentimental e intelectual que nos hemos impuesto.
Extraño el bon, la ensalada de papas, el tamal y el volteado de piña, el ron ponche y el jamón con clavito, sabores de la infancia y la juventud que regresan con fuerza en estas fechas, queriendo traer de nuevo a la vida a mi abuela y a mi mamá, y lo jóvenes que éramos cuando nos juntábamos todos los primos y celebrábamos que éramos todo futuro, en unos años ochenta llenos de incertidumbre, sabores que vuelven con fuerza.
Hemos perdido referentes, saberes como los de Guillermo Sánchez Borbón, que ahora pretenden sustituir un puñado de malos articulistas y opinadores que no hacen pedagogía, que se empeñan en compilar columnas o en guardar silencio sin contrapeso. Renunciamos a saberes que vuelven con fuerza en estas fechas para recordarnos que el tiempo se pasa volando, y que si no rectificamos, perderemos todo lo que creemos nuestro.
El autor es escritor

