Es la época, simplemente invita a la reflexión. Suertudos aquellos que cierran e inician ciclos sin ejercitar la vocación humana de buscar significados. Y mala suerte colectiva que esa necesidad de significados se transforma a menudo en juzgamientos y tolera malamente la incertidumbre.
A mayor exposición a las ideas, a la historia, a las humanidades, a las ciencias, en fin, a la educación en pensamiento crítico, mayor capacidad de ese ejercicio que el poeta inglés John Keats bautizó como “la capacidad negativa”, y que describió como la capacidad de suspender el juicio sobre algo para aprender más sobre el tema, antes de formarse una opinión valorativa. Es una habilidad del pensamiento, sin embargo, milenaria y única a los seres humanos. Entiendo que en El Talmud, que contiene una serie de argumentos rabínicos, se considera un fallo cuando se resuelve un argumento, pues es en la incertidumbre sostenida con argumentos que se acerca el hombre al conocimiento y a la sabiduría.
Pero, en la que se esperaba fuera la era del conocimiento y ha resultado solamente ser la era de la información —que no es lo mismo y, a veces, lo opuesto—, ¿cómo se le da la bienvenida a lo desconocido, a lo que no sabemos con certeza, a lo que requiere estudio comparado, hipótesis, tesis y antítesis y que no cabe en 246 caracteres y un emoji?
Asistimos a la era del “Yo”, de las historias múltiples en redes sociales desde la perspectiva de la opinión de un individuo, que se salta todos los procesos de aprendizaje, y convierte la experiencia propia en ley. En un mundo cambiante, afectado por el cambio climático, con 8 mil millones de habitantes (y si quieren una experiencia de ansiedad instantánea, darse una vueltecita por el contador de www.worldometers.info/world-population/) donde la predictibilidad de la calidad de vida futura se cayó por la ventana, resulta inmensamente seductor el discurso facilista de políticos populistas, de esos que saben colocar la culpa de todos los males sobre un grupo equis, ya sea por su color de piel, su preferencia sexual, su creencia religiosa o su estatus socioeconómico… No lo duden, la aporofobia es real.
El mundo entero está viviendo retrocesos de pensamiento y, como consecuencia, de libertades que se creían alcanzadas, de sistemas democráticos que promuevan los derechos humanos, la justicia independiente y la rendición de cuentas. Pospandemia, la ilusión de ser mejores, ya caducó. La pandemia con sus miedos ha generado más de esos discursos basados en mentiras o en odios, que alimentan la necesidad de respuesta inmediatas, certezas, juicios…
Dice María Popova, en una de sus profundas columnas de domingo, que: “El estado más difícil de mantener para un ser humano es el de apertura. Puede que sepamos que la incertidumbre es el crisol de la creatividad, puede que sepamos que la incertidumbre es la clave de la democracia y de la buena ciencia y, sin embargo, en nuestro anhelo de certidumbre, seguimos apoyándonos en la opinión para evitar el tambaleo elemental de la vida. Pocas cosas hay más seductoras para nosotros que una opinión preparada, y pocas cosas blandimos más flagrantemente cuando nos movemos por el mundo, cortando su incertidumbre fundamental con nuestras certezas inseguras. El problema de la opinión es que nos aísla instantáneamente en la corriente de la vida, aislando a su sujeto -y a nosotros con él- de la totalidad interconectada de la verdad profunda”.
Y así nos encuentra esta semana, entre la memoria de la invasión y las fiestas religiosas, en un país que se va polarizando por “la opinión”, especialmente de los todólogos, que saben de medicina, derecho, economía… todo a la vez; sin verdades compartidas sobre la invasión, con la inequidad más profunda por la educación precaria que ofrece nuestro sistema, con gente en redes atacando a nuestros médicos que tanto hicieron y hacen por sus pacientes.
Si algo le deseo a los lectores es esto: incertidumbre y la “capacidad negativa” de Keats; entiendo que en este caso, la palabra “negativa” es ni más ni menos positiva.
La autora es escritora y abogada
