Vivimos en una época en la que los adolescentes nos observan con lupa. Nos escuchan menos de lo que nos miran, y en esa mirada encuentran muchas de las respuestas —y contradicciones— que marcarán su manera de relacionarse con el mundo.
En consulta, más de una vez he escuchado a chicos decir, con cierto fastidio: “Mis papás me piden que deje el celular, pero ellos viven pegados a uno”. Y no exageran. Les pedimos que tengan una relación saludable con la tecnología, que limiten el tiempo frente a las pantallas, que no se distraigan mientras estudian, pero luego nos ven a nosotros contestando mensajes durante la cena, revisando correos en medio de una conversación o mirando el celular mientras intentan contarnos algo importante.
A veces no somos conscientes de lo mucho que nuestros hijos nos observan. Nos ven “presentes”, pero no realmente ahí. Estamos de cuerpo, pero no de atención. Ellos nos hablan y nosotros asentimos sin escuchar del todo. Y cuando nos piden que repitamos lo que acaban de decir, nos descubren sin palabras, con una sonrisa incómoda que delata que nuestra mente estaba en otro lado.
Muchos adolescentes me han dicho que se sienten solos, incluso cuando están rodeados de su familia. No es la soledad física la que duele, sino la emocional: esa sensación de que no hay nadie realmente disponible para escuchar, mirar y acompañar sin distracciones. Y cuando no encuentran ese referente en casa —esa figura adulta que encarna lo que dicen las palabras— lo buscan afuera. En las redes. En influencers que les hablan de autoestima, amor propio o éxito, aunque muchas veces esos mensajes estén construidos sobre apariencias.
Nos preocupa la exposición de nuestros hijos a contenidos vacíos, la adicción a las pantallas, el aislamiento digital. Pero pocas veces miramos el espejo completo: la tecnología también nos está robando a nosotros. Nos roba la mirada, el tiempo compartido, las conversaciones espontáneas, las risas en la mesa. Nos roba el silencio en familia y las pausas sin notificaciones.
No está bien lo que está pasando. No está bien cenar cada uno con su pantalla, ni encender la televisión para “acompañar” una comida. No está bien darle una tableta a un niño pequeño para que no se levante de la mesa, ni justificar que “acompañamos” a nuestros hijos mientras respondemos correos o atendemos una llamada que puede ser importante, sí, pero no urgente.
Nos hemos convencido de que podemos hacerlo todo al mismo tiempo, pero la multitarea emocional no existe. No se debe criar con atención parcial. La presencia verdadera no se mide en minutos, sino en calidad de mirada, en silencio compartido, en escucha sin prisa.
Nuestros hijos no necesitan padres perfectos, pero sí coherentes. Que les muestren con el ejemplo cómo discernir entre lo urgente y lo importante. Que sepan decir: “Ahora no puedo responder este mensaje porque estoy contigo”. Que se atrevan a apagar el celular durante la cena, a dejarlo en otra habitación durante la película familiar, a rescatar los espacios donde la tecnología no entra.
Ser influencer —en el sentido más profundo— no es tener miles de seguidores, sino ser alguien cuya vida deja huella en la de otro. Nuestros hijos nos miran todo el tiempo, incluso cuando creemos que no. Nos observan para aprender qué significa amar, cuidar, desconectarse, volver a mirar a los ojos.
Quizás ha llegado el momento de hacer una pausa, levantar la vista y preguntarnos: ¿qué estamos enseñando cuando elegimos mirar una pantalla en lugar de mirar a nuestros hijos?
Porque, al final del día, los influencers más poderosos que tienen nuestros hijos no están en las redes: estamos en casa. Y todavía estamos a tiempo de volver a ocupar ese lugar.
La autora es pediatra.


