En Panamá, los rascacielos de la Cinta Costera brillan como vitrinas de lujo mientras, a pocos kilómetros, miles de familias se consumen en tranques que convierten la vida en cárcel sobre ruedas. Maquiavelo escribió El príncipe para cortes y palacios; nosotros, desde la acera rota y el bus repleto, redactamos El mandato de la calle. Aquí las estrategias de un príncipe se transforman en tácticas de sobrevivencia: paciencia forzada, ingenio al límite y dignidad a prueba de abusos.
No hay apellidos rimbombantes ni sangre azul; hay buses que se derriten bajo el sol, alquileres que suben como si Panamá fuese Suiza y jóvenes que estudian una carrera para luego terminar manejando Uber o empacando en un supermercado. La virtù del barrio se mide en estirar cuarenta dólares hasta fin de mes, en resolver un apagón con velas porque la empresa eléctrica cobra más de lo que sirve, en criar hijos decentes en un país que premia al corrupto y castiga al honrado. Cada tranque insoportable, cada discurso reciclado, cada trámite “digital” que nunca funciona enseña más sobre poder que cualquier seminario de liderazgo.
Maquiavelo decía que era mejor gobernar con miedo. Y aquí lo aplican con maestría: miedo a perder el trabajo si protestas, miedo a que tu hijo se quede sin beca, miedo a que la justicia te aplaste si no tienes padrino. Ese miedo es la gasolina de los de arriba. Pero la calle aprendió otra lección: la esperanza organiza, el hartazgo une y la inteligencia colectiva desarma al político tramposo.
Nuestro manual corrige a El príncipe:
Educación: no queremos discursos huecos de “país del conocimiento” mientras las escuelas se caen a pedazos; queremos aulas dignas y maestros respetados.
Salud: no queremos hospitales fantasmas con cintas de colores; queremos doctores, medicinas y diagnósticos a tiempo.
Corrupción: no es “viveza criolla”, es saqueo descarado: botellas en la Asamblea, contratos inflados, subsidios filtrados hacia cuentas privadas. El verdadero “juega vivo” es del gobierno, y la calle ya no lo celebra.
La soberanía no está en caudillos con camisas de campaña ni en presidentes sonrientes en cadena nacional. Está en el barrio que dice basta, en el estudiante que protesta aunque lo criminalicen, en el trabajador que sabe que sin él nada funciona. Romper con el clientelismo del “te doy la bolsa, me das el voto” no es un gesto heroico: es la única forma de sobrevivir.
Si lo bueno se volvió malo para conservar privilegios, toca transformar lo malo en bueno cuando el pueblo toma el control. La disciplina, la astucia y la estrategia que Maquiavelo reservó al príncipe ahora son armas de la calle: organización, creatividad y resistencia. No buscamos coronas: exigimos dignidad, igualdad y futuro.
Quizá así Panamá deje de ser el país del tranque eterno, de malls relucientes y veredas rotas, de presidentes ricos y ciudadanos endeudados. Ese día, los de palacio entenderán —a la fuerza— que la calle no solo sobrevive: la calle manda.
El poder real no se hereda ni se compra; se construye abajo, entre el humo del tranque y el sudor del que madruga. Panamá no necesita príncipes de palacio: necesita ciudadanos que, con chancletas, zapatos gastados o pies descalzos, digan con claridad: se acabó la fiesta de ladrones.
Porque en Panamá el tranque no está en las calles: está en los gobernantes.
La autora es profesora de filosofía.

