En una sociedad libre y democrática, a menudo olvidamos que la libertad de expresión no garantiza la igualdad de razón. La democratización de la comunicación gracias a las redes sociales ha amplificado cualquier tipo de opinión; algunas inofensivas, pero otras peligrosamente equivocadas. Esto se agrava cuando vemos que, según la prueba PISA 2022 de la OCDE para Panamá, solo el 1% de los estudiantes puede diferenciar hechos de opiniones. Un terreno fértil para que políticos oportunistas, activistas perpetuos y falsos intelectuales tomen el megáfono y coreen consignas sin el más mínimo rigor académico.
En redes, estos autoproclamados “representantes del pueblo” se venden como guardianes exclusivos de la bondad y la compasión. En su narrativa, los problemas de la sociedad desaparecerían con un sistema “más justo, más equitativo y solidario”. ¿Quién podría oponerse a una promesa así? El problema es que, detrás de tanto ruido, hay pocas nueces. Milton Friedman lo advirtió en 1975: “Uno de los grandes errores es juzgar las políticas y los programas por sus intenciones en lugar de por sus resultados. Todos conocemos un famoso camino que está pavimentado con buenas intenciones…”. El gran pecado de muchos cuando evalúan políticas públicas es precisamente ese: se juzgan por sus intenciones y no por su efectividad.
Tomemos el libre mercado. Críticos como Thomas Piketty y John Cassidy aseguran que es un sistema que perpetúa la desigualdad; Jason Hickel incluso sostiene que, lejos de erradicar la pobreza, la perpetúa de manera estructural. Sin embargo, su argumento incurre en una falacia: condenar al libre mercado por la existencia de pobreza y desigualdad, sin preguntarse si en los países con menos libertad económica la situación es mejor. Expresado más formalmente: ¿existen mejores resultados en pobreza y desigualdad si tenemos menos libertad de mercado? La respuesta, contundente, es no.
El Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation lo deja claro: hay una correlación altísima entre mayor libertad y mayor riqueza. Los países más libres son, en promedio, doce veces más ricos que los más reprimidos. El PIB per cápita promedio avanza de $10,595 en los países reprimidos a $11,330 en los mayormente reprimidos; salta a $32,982 en los moderadamente libres; a $66,223 en los mayormente libres; y llega a $120,533 en los países con plena libertad económica. A mayor libertad, mayor prosperidad: el patrón es indiscutible.
Ahora bien, para hablar de pobreza y desigualdad debemos mirar más allá del promedio. En los países menos libres, el 69% de la población vive con menos de $5.50 al día; en los más libres, esa cifra cae a solo 7%. Incluso el 10% más pobre de los países libres gana más de $14,000 al año, muy por encima del promedio de muchos países reprimidos. Evidentemente, no es lo mismo ser pobre en Suiza que ser pobre en el Congo.
Y la evidencia no termina ahí: la libertad económica también está correlacionada con mayor innovación, democracia, esperanza de vida, menor mortalidad y mejor educación. Incluso con mejor calidad ambiental, desmintiendo la vieja idea de que el libre mercado destruye el planeta. Dato mata relato: la evidencia es abrumadora.
Hoy cualquiera puede recitar versos vacíos y acumular “likes”, pero las buenas políticas no necesitan adornos: sus resultados hablan por sí mismos. La única fórmula probada para reducir pobreza, desigualdad y corrupción es el libre mercado más instituciones sólidas.
Cuando los anti-todo suban su reel de 90 segundos a TikTok, recuerden: las promesas se escuchan bonito, pero la realidad se mide en resultados. Más cuentas y menos cuentos.
El autor es economista.

