El internado médico, en cualquier sistema de salud moderno, debería ser un espacio protegido de formación intensiva. Es el periodo en el que el estudiante cruza la frontera entre las aulas y la práctica clínica independiente. Dos años que marcan, quizá como ningún otro, la transición de alumno a profesional. Allí deberían cultivarse los hábitos clínicos, la seguridad diagnóstica y la capacidad de trabajar en equipo. Sin embargo, en Panamá este periodo se desfigura: lo que en teoría debería ser un taller de formación se convierte en una estación de servicio, donde el interno no es visto como aprendiz, sino como pieza de un sistema sobrecargado.
En la mayoría de las rotaciones hospitalarias, los internos describen una realidad que contradice cualquier ideal pedagógico. No existen rondas clínicas estructuradas donde se les exija presentar pacientes, discutir diagnósticos o reforzar su razonamiento. Lo que sí existe es una rutina de órdenes operativas: medir signos vitales, tomar glicemias, extraer laboratorios o trasladar documentos de un edificio a otro. Funciones necesarias, sí, pero que corresponden a enfermería, técnicos de laboratorio o personal administrativo. Así, el interno termina como tapón improvisado de un sistema sin suficiente personal de apoyo. En vez de ser guiado a pensar como médico, queda atrapado en un rol logístico.
El contraste internacional es revelador. En hospitales universitarios con tradición docente, la figura del interno es tratada como la de un médico en formación, no como la de un mensajero. Su jornada comienza revisando expedientes electrónicos que integran notas, laboratorios e imágenes. Su tiempo se dedica a evaluar pacientes, elaborar planes diagnósticos y discutirlos con residentes y especialistas. La exigencia no es menor; la carga de trabajo tampoco. Pero el sistema está diseñado para que el esfuerzo se traduzca en aprendizaje, no en desgaste estéril. Se protege el tiempo académico porque se entiende que el objetivo central no es “aguantar”, sino “formar”.
En Panamá, esa lógica se rompe. Lo que debería ser una escuela práctica se convierte en un campo de resistencia. El interno aprende a sobrevivir guardias extenuantes de más de 32 horas, pero no necesariamente a tomar decisiones bajo supervisión rigurosa. Pierde horas valiosas en actividades que, aunque indispensables, no corresponden a su perfil profesional. Y ese tiempo desperdiciado representa también una oportunidad perdida para prepararse académicamente: para consolidar el conocimiento que luego será evaluado en los exámenes de residencia y que marcará su futuro como especialista.
La pregunta, entonces, es cómo rediseñar estructuralmente este periodo crucial. El internado requiere objetivos pedagógicos explícitos, tutores responsables de enseñar y una distribución racional de roles dentro del hospital. Solo así el interno podrá ocupar el lugar que le corresponde: médico en formación, con responsabilidades crecientes, pero siempre bajo supervisión, nunca como mano de obra improvisada.
En este contexto, también es necesario un sistema de evaluación bidireccional. Los internos rinden exámenes mensuales que miden su progreso; sin embargo, el desempeño de quienes los supervisan rara vez es evaluado. La docencia no puede depender de la buena voluntad de cada funcionario: debe ser un deber institucional, sujeto a estándares y retroalimentación. Que los internos evalúen la calidad docente de sus residentes y especialistas no resolverá por sí solo el problema, pero sí aportará insumos valiosos para mejorar la enseñanza.
Las denuncias recientes de negligencias en hospitales públicos no deberían sorprendernos: son el reflejo inevitable de un sistema lleno de huecos. Falta de supervisión, protocolos ambiguos, ausencia de un plan docente y un internado cargado de funciones impropias. Como en el modelo del queso suizo, cuando esos huecos se alinean, los errores dejan de ser excepciones y se convierten en certezas. Y el costo lo pagan los pacientes.
Una agenda de transformación
Si Panamá quiere avanzar hacia un sistema de salud moderno, debe empezar por su formación médica. Ello implica medidas concretas:
Digitalizar procesos hospitalarios. Expedientes electrónicos reducirían la burocracia y liberarían tiempo para la práctica clínica.
Redefinir el rol del interno. Su trabajo debe centrarse en entrevistas clínicas, exploración física, discusión diagnóstica y coordinación con el equipo de salud.
Exigir responsabilidad docente. Los residentes y especialistas deben ser evaluados también por su función formadora, con métricas claras.
Incluir la evaluación bidireccional. La voz de los internos debe incorporarse como termómetro de la calidad docente, sin ser el único criterio.
Alinear jornadas a estándares internacionales. Limitar guardias excesivas es una medida de seguridad del paciente, no un privilegio del médico.
Certificación y recertificación. Evaluaciones al final de la residencia y recertificaciones periódicas asegurarían actualización permanente.
El internado no puede seguir siendo un rito de resistencia física ni un recurso barato para suplir carencias administrativas. Debe recuperar su propósito original: formar médicos. Esto requiere un rediseño estructural que reorganice funciones, asigne responsabilidades docentes y priorice la seguridad del paciente. Panamá no puede darse el lujo de desperdiciar a sus médicos jóvenes en labores que no les corresponden. Porque cada hora mal utilizada en el internado no solo afecta al médico en formación: tarde o temprano, compromete también la vida y la seguridad de los pacientes que dependerán de él.
El autor es especialista en Medicina Interna – Fellow de Gastroenterología en Estados Unidos.

