De febrero de 2020 al 31 de marzo de 2022, Johns Hopkins llevaba la cuenta autorizada de la mortalidad por covid-19 por cada millón de habitantes y por país. Estas eran las cifras entre los países ricos: Japón contaba 220 muertes; Canadá, 984; Alemania, 1,539; Suecia, 1,790; Francia, 2,107; Gran Bretaña, 2,420; y Estados Unidos, 2,939 muertes por millón de habitantes.
Donald Trump no creía ni en la pandemia ni en la vacunación como vía para vencerla. Suecia, aunque bien preparada para prevenirla, apostó a la inmunidad de rebaño y rechazó el aislamiento social por consejo de Anders Tegnell. Ambas respuestas a la pandemia se caracterizaron por decisiones cuestionables en lo moral, lo ético y lo científico. Sus vecinos nórdicos se ciñeron a recomendaciones de expertos de las Naciones Unidas, en un momento de crisis y desconocimiento. Dinamarca tenía para entonces 961 muertes por cada millón de habitantes; Finlandia, 538; y Noruega, 428.
El 28 de febrero de 1998, la reconocida revista científica inglesa The Lancet publicó un informe preliminar firmado por Andrew J. Wakefield. El estudio incluía 12 niños anónimos entre 3 y 10 años de edad, “consecutivamente admitidos”, sospechosamente uno detrás del otro, en la Sala de Gastroenterología del Royal Free Hospital de Hampstead, Inglaterra. Presentaban dolor abdominal, diarrea, distensión intestinal y pérdida de habilidades cognitivas previamente normales, problemas de lenguaje y comunicación. Se los expuso a estudios invasivos sin justificación clínica. Fue una macabra manipulación tecnológica para empujar un diagnóstico inexistente: “autismo regresivo”.
Para entonces, Wakefield estaba secretamente en la nómina del abogado Richard Barr, interesado en especular contra la industria de las vacunas. A través de la cuenta bancaria de la esposa de Wakefield, Barr depositó 750 mil dólares, engrosando los “ahorros” del investigador; entre ambos se calcula que se repartieron unos 56 millones de dólares provenientes de fondos del Reino Unido destinados a que personas pobres tuvieran acceso a la justicia. Un fraude colosal dio nacimiento a la falsedad de que el autismo es producido por la vacuna MMR contra el sarampión. Y todavía la utilizan conocidos mercaderes de la duda.
Noventa y seis casos de autismo, con edades entre 2 y 15 años, se incluyeron en un estudio controlado con 192 niños apareados por año de nacimiento, sexo y examinadores. El diagnóstico de autismo fue menor en niños vacunados con la MMR antes del diagnóstico, en comparación con tasas superiores entre los no vacunados.
En 1997, el congresista de New Jersey Frank Pallone agregó una enmienda a la Agencia de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos, que se hizo ley el 21 de noviembre de 1997, para que en dos años listara todos los alimentos y medicinas a los que se les había agregado mercurio, especificando tipo y cantidades. Paul A. Offit, experto en vacunas, recuerda que 18 meses más tarde la FDA informó que hasta los seis meses de edad, los niños habrían recibido no más de 187.5 microgramos de etilmercurio con las nueve dosis de vacunas contra difteria, tétanos, tos ferina, hepatitis B y Haemophilus influenzae, y unos 200 microgramos en los dos primeros años de vida. Estas dosis se consideran inocuas y el etilmercurio no es nocivo.
Otro estudio poblacional con 467,450 niños nacidos en Dinamarca entre el 1 de enero de 1990 y el 31 de diciembre de 1996, comparando vacunas con y sin timerosal, no encontró ninguna relación causal con el desarrollo de trastornos del espectro autista.
Hoy, solo la vacuna contra la influenza epidémica en frascos multidosis contiene timerosal, como conservante. Las vacunas de uso individual contra la influenza estacional no lo contienen. El mercurio neurotóxico es el metilmercurio, presente en la corteza terrestre y en peces de aguas profundas y algunas especies de aguas superficiales.
No existe ninguna evidencia de trastornos del desarrollo neurológico —autismo, lenguaje, hiperactividad o déficit de atención— en niños expuestos a vacunas que contienen timerosal.
La irresponsable elucubración pseudocientífica cuesta vidas. No es moral, no es ética y no equivale a la humildad epistémica, que reconoce los límites del conocimiento y la posibilidad de error. Sin embargo, hacer política partidista y electorera con la seguridad y la salud humanas es miserable.
El autor es médico.
