En Panamá decimos que aquí todo se resuelve con música. Tristeza: música. Alegría: música. Protesta: música. Funeral: música bajita, pero música. El problema es cuando esa música no la pone la radio ni la comparsa del barrio, sino el vecino… en vivo, sin ensayo previo, sin misericordia y con un horario que desafía toda lógica humana. Porque una cosa es una murga en carnaval y otra muy distinta es tener un conservatorio improvisado pegado a tu pared, sin permiso del corregidor y sin consideración por el sueño ajeno.
Mi vecino, panameño creativo, optimista y con fe ciega en su talento, decidió que su casa es un centro cultural permanente. Un ministerio del sonido, con agenda fija. Yo, que nunca me inscribí en ningún taller artístico ni pedí membresía, soy su público cautivo. Gratis, eso sí… pero pagando con ojeras, mal humor y café cargado desde horas que no deberían existir.
El horario de práctica merece mención especial porque no es improvisado, no. Es disciplinado. De lunes a viernes, puntualmente de 10:00 p.m. a 1:30 a.m., cuando el cuerpo pide cama, silencio y arrepentimiento por lo comido en la noche. Y los sábados y domingos, para no perder la costumbre ni el ritmo, de 6:00 a.m. a 9:00 a.m., justo cuando uno intenta recuperar el sueño perdido entre semana. Es decir, el descanso está prohibido, pero con orden.
El calendario musical parece agenda de ministerio en tiempos de crisis: lunes, acordeón en modo vallenato sufridor, como si lo hubiera dejado la novia, el banco y la vida; martes, caja, golpeada con urgencia, como si estuvieran llamando a reunión extraordinaria del barrio; miércoles, flauta, ese sonido que uno no sabe si anuncia misa, protesta, invasión extraterrestre o el fin de los tiempos; jueves, piano, con teclas golpeadas como si le debieran plata; y los fines de semana… los fines de semana son feria libre. Todo junto, todo alto, todo sin misericordia ni horario cristiano.
Al inicio uno se ríe. “Déjalo, está practicando”, dice uno con mentalidad positiva y espíritu de paz. Pero después de escuchar la misma canción repetida a la 1:15 a.m., cuando ya uno va por la tercera negociación con la almohada, deja de ser práctica y se convierte en provocación. Ahí uno empieza a preguntarse qué pecado cometió para merecer eso, si en otra vida fue tamborero irresponsable y si el insomnio cuenta como experiencia cultural certificada por el Inac.
El sábado, cuando uno quiere dormir hasta tarde, la caja arranca a las seis en punto, como alarma de emergencia. El domingo, cuando uno quiere paz, reflexión y arroz con pollo sin estrés, aparece la flauta, ese instrumento que en buenas manos es celestial, pero en manos de un aprendiz madrugador suena como gato peleando en el techo con otro gato desafinado. Y el piano… ese piano no toca música: toca nervios, recuerdos traumáticos y la paciencia ajena.
Aquí las paredes son tan delgadas que no aíslan ni el calor ni el sonido. Uno escucha todo: la música, el ensayo, el error, el “no, no era así”, el suspiro del músico y hasta la frustración. Eso no es acústica, eso es convivencia forzada.
Uno termina aprendiendo las canciones sin querer, tarareándolas en el trabajo y sabiendo exactamente en qué parte siempre se equivoca.
Los vecinos ya están organizados. Unos dicen: “háblale con cariño”. Otros opinan: “mejor llama al juez de paz”. Yo, más creativo y con visión emprendedora, estoy considerando opciones más prácticas: vender tapones para los oídos como emprendimiento comunitario, grabar los ensayos y subirlos como arte experimental panameño, o sugerirle que haga un toque en la calle y cobre entrada. Total, ya todos estamos patrocinando el proyecto con nuestro sueño.
Porque en Panamá amamos la música, la fiesta, el tambor y la rumba… pero también amamos dormir. Y si la música es el lenguaje universal, aquí debería venir con una advertencia bien clara: respete el horario humano… o por lo menos incluya el café en el repertorio.
El autor es ingeniero retirado.
