En la última década, América Latina ha experimentado un incremento sostenido en los flujos migratorios irregulares, impulsados por una mezcla de crisis políticas, económicas y humanitarias. Este fenómeno, lejos de ser exclusivo de nuestra región, forma parte de una tendencia global que exige respuestas coordinadas y sostenibles por parte de todos los actores involucrados, especialmente por el principal responsable del derecho internacional público: los Estados.
Pero este desafío coincide con un momento delicado en el orden internacional. El multilateralismo, que por años fue la opción predilecta para enfrentar retos comunes, atraviesa hoy un debilitamiento innegable. Paradójicamente, algunos de sus más fervientes defensores han optado por agendas cada vez más nacionalistas y excluyentes, alejadas del ideal plasmado por “nosotros los pueblos” en el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas. Estos cambios, advertidos por distintas corrientes de pensamiento en Relaciones Internacionales, amenazan con romper el ya delicado balance of power que contuvo durante décadas que los intereses de unos pocos se impusieran sobre el bien común.
Este debilitamiento del multilateralismo repercute directamente en las organizaciones internacionales que, pese a sus limitaciones, fueron concebidas como instrumento para frenar abusos de poder, garantizar protección a los más vulnerables y, sobre todo, evitar que las tragedias del pasado volvieran a repetirse. Hoy, sin embargo, su influencia se erosiona, debilitando la capacidad de supervisar y exigir el cumplimiento de compromisos esenciales en materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario.
En este contexto, la migración se convierte en un termómetro de la salud del multilateralismo en nuestra región. A medida que las agendas nacionalistas ganan terreno sobre la cooperación, crece la tendencia a securitizar la migración.
Este enfoque, aunque entendible, conlleva riesgos si se aplica de manera aislada: la deshumanización de los migrantes a través del discurso mediático, el debilitamiento de la cooperación y la creación de rutas más peligrosas, susceptibles de ser aprovechadas por el crimen organizado.
Asimismo, toda estrategia que no atienda las causas estructurales de estos flujos —las crisis en los países de origen— será siempre incompleta e insostenible.
La crisis migratoria europea de 2015 es un ejemplo claro. El aumento sin precedentes de refugiados por los conflictos en Medio Oriente llevó a Europa a cerrar fronteras sin coordinación efectiva a nivel comunitario. Como resultado, surgieron rutas más peligrosas, como la del Mediterráneo Central, donde miles de personas perdieron la vida intentando llegar a las costas europeas. Ante ello, la Unión Europea respondió con la Agenda Europea de Migración, una reacción tardía, pero significativa hacia una gestión más coordinada y humanitaria.
En un mundo interdependiente, seguridad y humanidad no deben ser vistas como opciones excluyentes. La migración, entendida desde un enfoque multidimensional, requiere tanto del control ordenado de los flujos como de la protección efectiva de los derechos de las personas migrantes. Abandonar el multilateralismo sería renunciar a una de las herramientas más poderosas para lograr un cambio real.
La pregunta para América Latina es clara: ¿queremos enfrentar este reto de forma aislada o mediante alianzas sostenibles? El verdadero desafío está en proteger los intereses nacionales sin renunciar a los compromisos internacionales que nos definen como región y como parte de una comunidad global.
La historia y la teoría coinciden en la advertencia: en tiempos de cambio, el multilateralismo es más frágil, pero también más necesario.
El autor es diplomático de carrera.

