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Mina, ¿sí o no?

Mina, ¿sí o no?
Proyecto Cobre Panamá. Fotografía de archivo. EFE/Bienvenido Velasco

Hace unos días asistí a una cena con 12 personas, además de mí. Poco después estuve en otra reunión con ocho más. Todos eran profesionales universitarios, de distintas corrientes políticas, con diversos niveles socioeconómicos y, sin excepción, panameños.

Durante la primera cena surgió, entre otros temas, el de la mina: una preocupación común ante la necesidad de tomar una decisión oportuna. Aproveché la ocasión para hacer algo parecido a un focus group, con el propósito de conocer sus posiciones e indagar las razones detrás de ellas.

En la segunda reunión, con base en la experiencia anterior, fui yo quien llevó el tema a la mesa e hice exactamente lo mismo, procurando en ambos casos que el debate se concentrara en la exposición de posturas más que en la confrontación personal. Esto, al final, no resultó tan difícil, aunque en algunos momentos las discusiones se tornaron acaloradas.

Estos fueron los resultados del ejercicio.

Siete de las veinte personas se manifestaron completamente en contra de la reapertura y explotación de la mina. Las razones principales fueron dos: el daño ambiental y la total desconfianza en la capacidad de los gobiernos —presentes y futuros— para garantizar una gestión limpia e íntegra.

Mencionaron la incapacidad comprobada del Estado en otras áreas de la administración pública, como el manejo de la basura y la contaminación, además de la corrupción y la falta de integridad, factores que podrían ocultar deliberadamente el impacto ambiental real, como algunos piensan que ya está ocurriendo.

Otros argumentos de este grupo fueron que, aun si los fondos ingresaran a las arcas del Estado, una parte importante de las ganancias quedaría en bolsillos privados y que el beneficio social sería mínimo en comparación con el daño potencial al ecosistema.

Uno de los participantes señaló que no podía fijar una posición hasta que todas las cartas y garantías estuvieran sobre la mesa, y añadió que, si esos elementos no quedaban claros y debidamente asegurados, su postura sería que la mina no debía reabrirse.

Cuatro de los asistentes apoyaban la idea de “abrir para cerrar”, condicionando su respaldo a que la mayor parte de los ingresos quedara en el país y que la operación estuviera sometida a supervisión y controles estrictos, a cargo de organismos independientes y competentes. Hablaron de plazos de entre siete, diez y doce años de operación. Aunque reconocieron que estos periodos no tenían una base científica sólida, explicaron que su lógica partía de la premisa de que, siendo el daño ambiental inevitable, limitar el tiempo de explotación permitiría acotarlo, obtener beneficios económicos y financiar el cierre y la rehabilitación ecológica del área.

Los ocho restantes opinaron que la mina debía explotarse como recurso natural hasta su agotamiento, bajo las mismas condiciones sobre el destino de los ingresos y el tipo de supervisión propuestas por el grupo de “abrir para cerrar”. Sin embargo, consideraron que clausurar la operación a mediano plazo sería irrealista e impráctico, pues implicaría invertir para reactivar la mina, formar técnicos y crear empleos que luego desaparecerían, además de desaprovechar recursos valiosos para el desarrollo nacional.

En el debate inevitable, a quienes se oponían a la reapertura se les preguntó qué proponían, dado que “el hueco no podía quedar así”. La respuesta general fue: “recuperar la riqueza natural mediante la reforestación”.

La siguiente pregunta fue inmediata: ¿cómo y con qué fondos?

Aquí surgieron nuevas discusiones, ya que se exigieron propuestas más concretas. Las respuestas giraron en torno a expresiones como: “que devuelvan lo robado”, “eso es un deber del gobierno; ellos nos metieron en esto, que vean de dónde sacan la plata”, “debe haber alguna forma”, “que la mina pague el daño” o “no sé, pero alguien debe saber cómo”.

La réplica hacia quienes apoyaban la reapertura no tardó en llegar. Citando nuevamente el problema de la basura y la contaminación de los ríos, se les preguntó qué les hacía pensar que, en el caso de la mina, el resultado sería distinto y no un desastre mayor. Además, respecto a la propuesta de “abrir para cerrar”, se cuestionó quién garantizaría que en el futuro no ocurriera un “madrugonazo” que extendiera el período de operación.

El planteamiento se condensó en una interrogante central: ¿quién y cómo garantizará la supervisión, los controles y el cumplimiento de los compromisos?

Debo decir que, en este punto específico, tanto quienes estaban a favor como quienes estaban en contra coincidieron en algo: por nuestra historia y por los ejemplos conocidos, existe un escepticismo justificado.

No hacer nada no es una opción. Y si este breve ejercicio refleja, aunque sea parcialmente, el pensamiento del resto del país, el gobierno y todos los panameños enfrentamos un desafío descomunal: alcanzar un consenso. No hay duda de que Panamá necesita una postura clara, un rumbo definido y un compromiso real con su futuro.

Mina, ¿sí o no? ¿Y tú, qué piensas?

El autor es médico especialista y máster en administración de negocios.


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