El reciente incidente diplomático con Colombia me recordó que entre ésta y Estados Unidos hubo una relación “anti panameña” que engendra la entrada en vigor, en 1921, del Tratado Thompson–Urrutia, que luego, aunque sin la intervención del tío Sam, justificaría la imposición militar panameña del Tratado de Montería y pasamos a explicar. La amenaza o el uso de la fuerza vician el consentimiento, tanto en el derecho civil como en el derecho internacional.
En efecto, para el derecho civil son nulos los contratos suscritos por la fuerza o intimidación ejercida contra una de las partes contratantes. Para el derecho internacional, la coacción, es decir, la amenaza o el uso de la fuerza, es también causa de nulidad absoluta de un tratado y esta puede ser ejercida sobre el representante de uno de los Estados negociadores o sobre el mismo Estado o uno de sus órganos.
Así pues, como un caso particular de coacción ejercida contra un órgano del Estado, pero no por otro Estado, sino en este caso por el ejército panameño, hacemos referencia a la presión que ejerció la otrora Guardia Nacional sobre la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimiento para forzarla a aprobar el Tratado de Montería, por el cual Panamá otorgó a Colombia a perpetuidad, a partir del mediodía, hora de Panamá, del 31 de diciembre de 1999, beneficios que se pueden resumir en el transporte de mercancías, nacionales, tropas, naves y materiales de guerra colombianos por el Canal de Panamá, sin tener que pagar peaje, impuesto o derecho alguno, salvo los que se cobren a los panameños en los dos primeros casos, así como el transporte de funcionarios, correos y productos colombianos por el ferrocarril, entre las ciudades de Panamá y Colón, o cualquier otro ferrocarril que lo sustituya, siempre que esté interrumpido el tráfico por el canal o que por cualquier otra causa sea necesario el uso del ferrocarril, pagando únicamente las tarifas y fletes establecidos por las disposiciones internas colombianas.
Una declaración conjunta del general Omar Torrijos y de los presidentes de Colombia, Alfonso López Michelsen; de Costa Rica, Daniel Oduber, y de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, fue firmada el 24 de marzo de 1975 en la isla Contadora. De conformidad con nuestro ordenamiento jurídico, para que este convenio tuviese fuerza jurídica tenía que ser ratificado –lo cual no fue la intención de las partes–, por cuanto en nuestro derecho público no tenían cabida en aquella época los “acuerdos en forma simplificada”, que son los que obligan al Estado por el solo hecho de haber sido firmados.
La República de Panamá no había aprobado en 1975, la Convención de Viena de 1969, sobre el derecho de los tratados. Pero aún en el supuesto de que la Declaración de Contadora hubiese tenido fuerza compulsiva, no hubiera obligado a Panamá a negociar de buena fe con Colombia un tratado que le otorgase los privilegios a que ella se refería. Ello es así, porque dicha Declaración de Contadora no constituyó un “pactum de contrahendo” o, lo que es igual, un acuerdo para celebrar acuerdos. Y no lo constituyó, ya que en ella el gobierno de Panamá se limitó tan solo a manifestar su ánimo favorable a llegar a un acuerdo con Colombia, pero no se obligó a pactarlo.
Se trató de una simple manifestación de un estado de ánimo propicio para llegar a ese acuerdo, pero no para celebrarlo. Es más, ni siquiera el “pactum de contrahendo” obligaría a los Estados a tener que concluir forzosa y necesariamente el acuerdo futuro. Los obligaría únicamente a negociar de buena fe. De ello resulta que de no ponerse de acuerdo los Estados partes sobre el futuro acuerdo, este último no surgiría a la vida del derecho.
Volviendo al tema central, sobresale la forma como el Estado Mayor de la entonces Guardia Nacional presionó a la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimientos para que ésta aprobara el Tratado de Montería. Era intención de la cúpula militar que este fuera avalado por la Asamblea, ya que Torrijos había convenido en ello con el presidente de Colombia. Debido a esto, el último día de sesiones de dicha Asamblea, es decir, el 11 de noviembre de 1980, el Estado Mayor creyó que podría lograr que los representantes de corregimiento ratificaran sorpresivamente el tratado en la sesión de clausura. Los convocó a una reunión en el Club de Clases y Tropas a la que asistieron unos 200 representantes.
En ella, los militares no solo transmitieron la necesidad de que Torrijos pudiera cumplir con la palabra empeñada. Agregaron que el ejército colombiano ejecutaría una serie de acciones militares contra Panamá, de no ratificarse el tratado. En vista de que los representantes se mantuvieron firmes en su negativa, algunos miembros del Estado Mayor fueron al Palacio Legislativo, donde se reunieron con los representantes de corregimiento con la finalidad de convencerlos, provincia por provincia, de revalidar el tratado. Incluso la sesión de clausura se celebró con más de tres horas de retraso, sin convencer a los representantes para que ratificaran el Tratado de Montería.
Lo anterior dio lugar a que los militares panameños montaran una nueva ofensiva. El presidente Arístides Royo expidió el Decreto 122 de 1980, convocando a los representantes de corregimiento a una sesión extraordinaria, la cual se celebraría al día siguiente. Esta fue celebrada con la asistencia física de miembros del Estado Mayor en el propio salón de sesiones, mientras el Palacio Justo Arosemena se encontraba fuertemente rodeado de guardias nacionales con arreos de combate.
Sólo así el Tratado de Montería pudo ser aprobado por “aclamación”, aunque tres representantes de corregimiento votaron en contra: Mayín Correa, Olmedo Espino y Harley Mitchell. El destacado jurista y experto en derecho constitucional, Carlos Bolívar Pedreschi, calificaría la aprobación del Tratado de Montería como un “incesto político”. Una Asamblea Nacional de Representantes de Corregimiento que, para la dictadura, era “su hija bonita, su consentida, su mejor vestida y piropeada”, en fin, aquella que calificaban como el “poder popular” y la presentaban nacional e internacionalmente como la “más embellecida y maquillada políticamente”, terminó siendo víctima de violación y estupro de parte de su progenitor, el general Omar Torrijos, en contubernio con el Estado Mayor.
El autor es abogado

