A propósito de la noticia publicada el lunes sobre las dos estudiantes fallecidas camino a la escuela en la Comarca Ngäbe-Buglé, comencé a buscar información y encontré que las estimaciones de la Fundación para el Desarrollo Sostenible de Panamá (FUDESPA) confirman lo peor: entre 55 y 70 estudiantes han perdido la vida, en los últimos 20-25 años, al cruzar ríos o quebradas sin infraestructura adecuada para llegar a clases en esa comarca.
El dato escalofriante: alrededor del 60% de esos fallecidos tenían entre 5 y 12 años. Sí: niños de 5 a 12 años. Imagina: un niño de primaria, con un cuaderno y su lápiz como única protección, llegando hasta una quebrada que se volvió trampa mortal. En un país que presume logros económicos y modernización educativa: una paradoja digna de nuestra tragedia nacional.
Porque no estamos hablando de una escuela sin sillas ni computadoras. Estamos hablando del camino a la escuela. De una ruta tan ignorada que todo el sistema parece decir: “Si te ahogas, mala suerte”. No es solo falta de puentes: es falta de voluntad. Es un Estado que pavimenta discursos mientras los niños cruzan ríos.
Y hablando de prioridades: mientras estos niños mueren por ir a la escuela, se anuncian proyectos de renovación, por ejemplo, la “villa diplomática” (o términos igualmente pomposos) por aproximadamente US$ 7 millones. ¿Cómo se puede tolerar tal disonancia? Un gasto que ningún niño recuerda, pero cuyo costo se detonó mientras la vida de los más pequeños seguía pendiente de una quebrada.
Los datos educativos generales también muestran que el sistema educativo de Panamá enfrenta retos graves. Según el Ministerio de Educación de Panamá, la matrícula de educación primaria está casi universalizada, lo cual suena muy bien, pero esas cifras de acceso no significan que todos los estudiantes tengan un camino seguro para llegar al aula. En la comarca Ngäbe-Buglé, uno de cada cuatro niños abandona la escuela antes de terminar la primaria; muchos ni siquiera logran llegar vivos.
Y en la comarca Ngäbe-Buglé, la situación es aún más grave: un informe señala que “al menos 12 educadores y varios niños han fallecido por la falta de puentes y caminos seguros hacia las escuelas”.
Entonces, volvamos a la pregunta: ¿con qué tranquilidad se van a dormir por la noche los flamantes representantes, alcaldes de esas regiones, incluso los ministros del gabinete, luego de leer noticias como esta? ¿O es que alguien elige que puedan leer? ¿O simplemente prefieren no enterarse, porque el dolor de los demás no sale en las fotos oficiales?
Porque si un niño puede morir por asistir a la escuela, el problema no es la crecida del río: el problema es la crecida de la indiferencia institucional. No basta con discursos. No basta con estadísticas que “mejoran” a nivel macro cuando la tragedia ocurre en lo micro. Aquí se salva o no se salvan vidas.
Y si el 60% de los fallecidos tenían 5-12 años, estamos hablando de primaria. Niños que apenas comienzan a aprender y ya están luchando por sobrevivir en el camino. Niños cuyo único “capricho” era estudiar, y se encontraron con un “saludo mortal” de la naturaleza que el Estado permitió.
El Estado debe garantizar no solo que haya una escuela, que haya maestros, libros o computadoras, sino que el camino a la escuela no sea una trampa mortal. De nada sirven las aulas si no hay caminos para llegar a ellas vivos.
A los papás que tenemos la oportunidad y la suerte de que nuestros hijos van a clases, sin tener que cruzar una quebrada sin puente, debemos exigir que todos los niños de este país puedan llegar a la escuela sin jugarse la vida en el intento.
Si seguimos así, con discursos y sin acción, seguiremos lamentando otra noticia igual. Otra carta de dolor. Otro lunes que empieza con niños que no volverán a casa.
La autora es pediatra.

