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Napoleón, Miguel Antonio Caro y la separación de la iglesia-Estado en Panamá

Las revoluciones no las hacen ángeles. La francesa fue terrible. Sangre y anarquía se enseñorearon por París. Tanto miedo provocó en el imaginario colectivo europeo, que hasta dio impulso a la literatura de terror al otro lado del canal. A la iglesia católica de Francia le fue muy mal. El caótico levantamiento popular, provocado por la crisis fiscal de un reino quebrado, fue también contra la iglesia, que era precisamente el “primer estado” o clase social que sostenía el Ancien Régime.

Curas guillotinados; culto católico reducido al ámbito privado; bienes confiscados; la iglesia no podía nombrar a sus clérigos. Ese fue el panorama de 1789 a 1799.

Después de esa década, la revolución desemboca en la concentración de todo el poder en la persona de Napoleón, quien buscó pacificar a lo interno la situación, lo cual significó revertir algunos dictámenes anteriores.

El historiador de Oxford, Diarmaid MacCulloch, ha explicado que Napoleón fue lo suficientemente astuto para comprender que la religión era una preocupación de un sector importante del pueblo, sobre el cual la iglesia tenía influencia, así que la pacificación interna y la mejoría de su imagen frente a las futuras conquistas, requerían algún tipo de acuerdo con la iglesia de Roma.

El reacomodo no podía significar ni la vuelta a la iglesia todopoderosa ni mantener el total distanciamiento. La negociación fue larga. El Papa Pío VII también estaba necesitado de conseguir algo. El resultado fue el Concordato de 1801 que muestra un rejuego transaccional propio de las circunstancias del momento.

Donde Napoleón concedía una gracia, el Papa tenía que ofrecer algo a cambio. Por ejemplo: se permitió que el culto católico se pudiera ejercer libremente en público, pero Napoleón nombraba a los obispos. Producto de ese regateo resultó la fórmula según la cual el catolicismo no volvió a ser la religión del Estado, sin embargo, Napoleón concedió que se dejara escrito que el catolicismo seguía siendo “la religión de la gran mayoría de los ciudadanos franceses”.

El deal se completó con la visita del Papa a París en 1804, para la autocoronación de Napoleón en Notre Dame. Duró un siglo el acuerdo: fue derogado en 1905, durante la Tercera República.

El dilema religioso que enfrentó Napoleón se extendió, con matices, por toda Europa y llegó a las repúblicas americanas, ex colonias de España. Los extremistas conservadores defendían al catolicismo como religión de Estado. Los radicales liberales pedían total separación.

Luego de varios movimientos del péndulo colombiano en el siglo XIX, para 1886 se aprueba una Constitución ultraconservadora, en cuya redacción tuvo una impronta personal importante Miguel Antonio Caro, rolo católico muy radical de ingrata recordación en Panamá. En esa Carta se dispone que “la Religión Católica… es la de la Nación”. Al amparo de esa Constitución también se firma, en 1887, un Concordato con la Santa Sede, donde se reafirma la misma idea.

El anterior marco ultraconservador fue el antecedente de la Constitución de Panamá de 1904. Según mi hipótesis, frente al radicalismo conservador de la Constitución de 1886, los panameños de 1904 echaron mano de la fórmula napoleónica, mucho más liberal. Por ello, en el artículo 26, luego de afirmar que “es libre la profesión de todas las religiones”, también incluyeron que “se reconoce que la Religión Católica es la de la mayoría de los habitantes de la República”.

El concepto de 1904 tiene 120 años de vida. Hoy, en 2024, el artículo 35 de la Constitución de Panamá dice que “Es libre la profesión de todas las religiones… Se reconoce que la religión católica es la de la mayoría de los panameños”.

La supervivencia de esta fórmula es un total anacronismo. Llegó el momento de quitarla de la Constitución para consolidar nuestro Estado Laico, que es, dicho sea de paso, lo que realmente tenemos en la práctica.

Es técnicamente incorrecto tener en nuestra Constitución reglas que reflejan la realidad estadística de un momento dado, lo cual puede cambiar. Además, la norma carece de toda utilidad práctica, porque, aunque los católicos seamos mayoría, eso no genera ningún efecto jurídico. La libertad religiosa no depende de la cantidad de feligreses. La democracia lleva implícito también, el respeto a las minorías.

Por otra parte, es peligroso mantener esa mención del catolicismo como religión mayoritaria, por cuanto puede llevar a la confusión a ciertos grupos católicos radicales, quienes podrían reclamar una supuesta superioridad, sobre el resto de las religiones que se profesan en el país o sobre aquellos que no tienen ninguna religión. Esa supremacía no existe y más vale que les quede claro.

Aparentemente viene una reforma constitucional en Panamá. Debemos estar pendientes.

El autor es abogado.


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