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No disparen contra la ciencia

“La ciencia argentina es un eterno déjà vu”, comentaba alguien en las redes, y recordé un libro que leí cuando era estudiante en los años 90: Disparen contra la ciencia. De Sarmiento a Menem, nacimiento y destrucción del proyecto científico argentino, de Núñez y Orione. Al revisarlo casi treinta años después, la repetición se hizo evidente. Entre sus páginas conservaba un recorte de Clarín donde Mario Albornoz, referente en política científica, y Gregorio Klimovsky, reconocido epistemólogo, advertían sobre la inminente fuga de cerebros. Un pronóstico cumplido con creces: sangría de talentos, desfinanciamiento institucional y desvalorización del conocimiento son ya rasgos persistentes de la historia científica reciente de Argentina.

En los noventa, la frase “que se vayan a lavar los platos” de Domingo Cavallo sintetizó el desprecio oficial hacia la ciencia. Aquella fue la respuesta del entonces ministro de Economía a una investigadora del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) frente a los reclamos por mejores salarios. Hoy esa lógica vuelve recargada: la motosierra de Milei amenaza con arrasar con todo aquello que huela a pensamiento crítico. El “disparen contra la ciencia” ya no es una metáfora, sino una consigna que se repite —por convicción o indiferencia— entre quienes ven a la ciencia como un lujo y no como un derecho.

Pero este deterioro no surge de la nada. Como muestra el físico argentino Diego Hurtado en La ciencia argentina, un proyecto inconcluso (1930-2000), la historia científica del país estuvo atravesada por crisis políticas, vaivenes económicos y quiebres democráticos que frenaron cualquier intento de construir un proyecto estable. Aunque Argentina tiene tradición y talento científico, también arrastra una larga lista de oportunidades perdidas.

Un patrón que se repite

Sin embargo, el problema no es exclusivo de Argentina. A escala global, la ciencia atraviesa una crisis de legitimidad que se profundizó tras la pandemia de covid-19. El negacionismo climático presente desde la administración de George W. Bush —que incluyó el retiro de Estados Unidos del Protocolo de Kioto—, el negacionismo sanitario de Jair Bolsonaro —para quien el covid era apenas una gripezinha— y el reciente llamado de Donald Trump a que las embarazadas eviten el paracetamol por un supuesto vínculo con el autismo son apenas algunos ejemplos.

Durante la pandemia esta lógica se mostró con crudeza: teorías conspirativas, curas milagrosas, ataques a la salud pública y campañas antivacunas no surgieron solo desde los márgenes. En muchos casos fueron amplificados o incluso promovidos por los propios gobiernos. Ese clima de sospecha evidenció un fenómeno más profundo: el descrédito del conocimiento experto y la dificultad creciente para integrar la evidencia científica en las decisiones sociales y políticas.

Esta forma de violencia simbólica contra la investigación se globalizó y hoy afecta, con intensidades distintas, tanto a las instituciones científicas más consolidadas como a los sistemas más frágiles.

En América Latina, los ataques recientes contra instituciones científicas, organismos de investigación y programas universitarios tampoco son hechos aislados, sino parte de una tendencia global que convierte a la ciencia y a la universidad pública en adversarios ideológicos. Los motivos pueden variar, pero el mecanismo se repite: desfinanciamiento de los organismos estatales, deslegitimación de investigadores y universidades, alianzas con lobbies y think tanks que alimentan la desinformación y colonización del debate público mediante narrativas de sospecha: “la ciencia miente”, “los expertos se equivocan”, “la evidencia es opinable”.

Como advierte el sociólogo Castelfranchi, estos actores entendieron algo que gran parte de la política tradicional tardó en vislumbrar: moldear el sentido común sobre la ciencia es una herramienta de poder. Por eso invierten en campañas digitales, producen contenidos emocionales y erosionan deliberadamente la confianza en la evidencia empírica. En contextos de miedo, inestabilidad o incertidumbre, sus discursos anticiencia encuentran un terreno fértil.

Qué ciencia para qué sociedad

Llegados a este punto, cabe señalar que en Argentina y en el mundo el debate sobre la política científica suele quedarse en la superficie —presupuesto sí o no, investigadores sí o no— cuando el problema es más profundo. Como advirtió el físico y novelista Charles Percy Snow en la célebre conferencia Las dos culturas (1959), seguimos pensando el conocimiento en compartimentos estancos, como si las ciencias y las humanidades habitaran mundos distintos. Así, las ciencias duras se celebran por su productividad, mientras que las sociales o exploratorias se desestiman por “inútiles”, una fractura que persiste y limita nuestra capacidad de leer una realidad cada vez más compleja.

Sin embargo, algunos hechos parecen cuestionar esa dicotomía. El streaming científico del CONICET durante la expedición del Schmidt Ocean Institute lo mostró con claridad: una campaña oceanográfica de 21 días transmitida en vivo por YouTube y Twitch reunió casi 18 millones de visualizaciones entre julio y agosto de este año. Millones siguieron el hallazgo de 40 nuevas especies marinas y una diversidad inesperada a una profundidad de 3.900 metros. Lo que muchos hubieran tildado de “lujo” se convirtió en un acontecimiento científico y comunicacional que acercó la investigación al público y fortaleció la confianza en el conocimiento. Cuando la ciencia se cuenta de otra manera, conmueve. Y cuando conmueve, importa.

Por eso, en un contexto global saturado de mensajes anticientíficos, limitarse a defender “la ciencia” resulta insuficiente. La pregunta incómoda —y urgente— es otra: ¿para qué y para quién se produce el conocimiento? No alcanza con mostrar indicadores y reclamar fondos. Necesitamos un horizonte distinto: una ciencia digna, entendida como una ciencia orientada al bien común, que reconoce su responsabilidad social, dialoga con saberes locales, escucha a las comunidades y enfrenta problemas concretos como la soberanía alimentaria, la desigualdad energética, el cambio climático o la salud pública.

La trayectoria del médico y biólogo molecular Andrés Carrasco lo muestra con claridad. Sus investigaciones sobre los efectos del glifosato en embriones de anfibios le valieron el rechazo y el descrédito de sectores económicos y políticos, pero su postura ética ante las presiones corporativas inspiró la creación, en 2014, del Día de la Ciencia Digna (16 de junio), por parte de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario. Su caso revela que la ciencia no debería medirse solo en papers, sino también en principios y compromiso social.

Como advertía el matemático Oscar Varsavsky en Ciencia, política y cientificismo (1969), es necesario repensar un modelo de producción científica en el que muchos investigadores, adaptados al “mercado científico”, se desvinculan del significado social y político de su trabajo.

Sin políticas estables, financiamiento sostenido y condiciones laborales dignas no hay futuro para la ciencia en la región. Pero tampoco alcanza con eso. Así como mostró el streaming del CONICET, el mundo científico necesita sumar a sus reclamos la decisión de narrarse a tiempo y en público. Cuando la ciencia no cuenta sus hallazgos, sus dilemas y su relevancia social, otros ocuparán ese espacio con relatos de sospecha, miedo y conspiraciones.

Disparar contra la ciencia no solo debilita instituciones, sino que erosiona nuestro horizonte común. Decir hoy “No disparen contra la ciencia” debe ir más allá de una defensa corporativa: implica recuperar su dignidad, superar dicotomías, integrar saberes y devolverle al conocimiento su función más urgente: orientarnos en un mundo que necesita imaginar otros futuros posibles más allá de catástrofes o escapismos interplanetarios.

La autora es profesora titular de Comunicación y Salud y codirectora del Laboratorio de Comunicación Pública de la Ciencia, la Salud y el Ambiente del Centro de Investigación en Periodismo y Comunicación (CIPeCO), Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Córdoba.


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