El 3 de mayo pasado, leí en Opinión el artículo “Tus valores, ¿para quién son?”, de Karen Lowinger. Así como la autora, he pasado por este tipo de situaciones en que, al intentar vivir la cortesía, no encontré “eco”. Quisiera hoy compartir lo que vengo viviendo hace meses, respecto a los saludos.
Todas las mañanas, camino con una amiga. Coincido con otras personas que caminan a esa hora. Al cruzarme con ellas suelo decir “buenos días” y muchas veces la reacción es el silencio o una respuesta muy bajita y sin ánimos, quizá por la hora tempranera.
Hay una persona en concreto que me representa un reto. Desde hace cinco meses la saludo por las mañanas. Ella me devuelve los buenos días, con un rostro serio y sin mirarme. Día a día, nos encontramos y se da el mismo comportamiento. Reconozco que alguna vez he llegado a pensar que así no quiero llegar ser.
Cuál fue mi sorpresa cuando, la semana pasada, al decirle “buenos días”, me los devolvió mirándome y con una tímida sonrisa. Me sorprendí muchísimo y pensé “increíble, me sonrió”. Fue tanto el impacto, que la amiga que me suele acompañar me dijo: ¿viste que te sonrió? Sí, había sonreído y me dije: solo por ese gesto, todos los saludos anteriores han valido la pena.
Al comentar con mi familia la aparente falta de amabilidad, ellos me dijeron: ¿no será que lleva audífonos? ¡A lo mejor es sorda! Confieso que me parece que no eran válidas estas razones, pero esos comentarios me llevaron a pensar que, de hecho, no había considerado estas posibilidades.
En todo caso, creo que uno debe mantener y hacer crecer sus valores. A la vez, en la medida que los comparte, se produce una conexión en la cual ambos se enriquecen. El compartir con el otro hace que salgamos de nosotros mismos (que buena falta nos hace) para poner la mirada en cada persona en particular. Todos podemos aprender unos de los otros. Experimentamos felicidad en la medida que nos damos a los demás.
No quiero dejar de mencionar que, además de este tipo de reacción, también me encuentro con personas que responden alegremente a ese “buenos días” con energía y buen humor y esto me llena de esperanza de que sí podemos generar un cambio.
Llegué a tres conclusiones. Primero, antes de juzgar, debemos intentar encontrar una razón que pueda justificar una conducta concreta. Segundo, vale la pena seguir saludando, sin esperar la respuesta que quisiera recibir. Tercero, el hecho de saludar produce en mí un efecto positivo, pues en la medida que lo hago, cultivo la cortesía. Al mismo tiempo, si soy constante puedo provocar un cambio. El pequeño gesto de saludar con una sonrisa nos enriquece a los dos y, por tanto, nos hace más felices.
La autora es asesora familiar

