Esto escrito es -como en las novelas- producto de la imaginación, nada que ver con la realidad, no es mi biografía, tampoco ocurre en un consultorio pediátrico. Si se les parece a Uds., solamente denme el crédito de la creatividad.
Trato de doblar en la calle la dirección de mi auto para entrar al estacionamiento del edificio donde se encuentra mi oficina. Detrás de mí hay una caravana de autos conducidos por impacientes conductores porque el auto que les precede se detiene con pasmosa tranquilidad a comprar hojaldras de un quiosco con ruedas y candela e ignora que la luz del semáforo está verde hace 40 segundos. Delante de mí, en pleno inicio del giro de mi timón para entrar al andén que me lleva al aparcadero subterráneo, tengo tres peatones: dos en una dirección y el otro en la dirección contraria, encontrados y cruzándolo, sin seguros de vida por accidente o suicidio. Realmente solo uno cruza; creo que con un periscopio que le permite ver hacia adelante cuando tiene los ojos metidos en el celular a la altura de la cintura. Los otros dos se han detenido a corregir palabras en los suyos, quizás para hacer el mensaje menos jeroglífico y, el resto de la población, que espere.
Finalmente aparco y la espera del ascensor me permite contar cuántos celulares están siendo manoseados mientras los ascensores abren sus puertas y nadie entra, solamente yo. De repente, la andanada atropellándose decidió atrasar el cierre de las puertas porque tenían que completar sus mensajes con OK, Wao, dedito para arriba, dedote para abajo, siyú, Bai, vocablos todos nuevos contra los que lucha la Academia Española de la Lengua, pero que, en unos pocos años, reemplazarán a los actuales diccionarios.
Dentro del ascensor, la Torre de Babel tiene envidia: 30 conversaciones distintas, ninguna importante y ninguna que me importe, pero tampoco me lo preguntaron porque preguntar o pedir permiso ya no existe. La alaraca es una competencia de volúmenes, como queriendo que el ruido alcance pronto el techo del ascensor, con tonos entre chillones y roncos, que se mezclan con los chillidos y llantos de los niños asfixiados a la altura de las rodillas de sus madres, abuelas, hermanos, extraños o doctores. No lloran porque hay doctores, sino porque no encuentran a su familia. Las luces del ascensor anuncian los pisos que se va tragando y los clientes solo alcanzan a decir, en algún momento: “Ay, me pasé de piso”. Menos mal que se dieron cuenta antes de pensar que se habían equivocado de edificio.
La Sala de Espera está hecha para esperar, y más si se trata de consultorios médicos. Allí encuentro un par de madres con sus hijos pequeños, entre 3 y 9 años, todos con celulares en manos, y otra que, en lugar de distraída con las travesuras de sus hijos, está metida ella también en un tranque de celulares.
Los niños usan pantallas porque sus padres se las dan. Así de simple. Una especie de pacificadores, reemplazan al chupete de antaño, y la tecnología digital parece venir encriptada en el cerebro fetal. Los 1.3 mil millones de niños -entre 3 y 17 años- que aún no están conectados a las redes, la mayor parte en África y Asia, “están en desventajas frente a la urgencia de adquirir competencias digitales”, dice oronda la nota periodística, pero, ¿será esto una desventaja para su salud mental?
Un estudio con 1,471 niños en Estados Unidos analizó su exposición temprana (12 meses de edad, 18 meses de edad y 24 meses de edad) a las pantallas de televisión y videos. Encontró que la exposición temprana de los niños a medios digitales podría ser un factor de riesgo potencial para el desarrollo de perfiles sensoriales atípicos: niños apartados y desinteresados de las actividades cotidianas, siempre en búsqueda de estímulos más intensos en el ambiente o anonadados por sonidos muy altos o luces muy brillantes. Estos trastornos de procesamiento sensorial son similares a los encontrados en el espectro autista (90%) y en niños con Trastorno de Hiperactividad y Déficit Atencional (60%), aunque no son elementos del diagnóstico de estas entidades. Este riesgo es mayor entre más temprano se introducen las pantallas durante el desarrollo de los niños.
En los países con gran conectividad digital, los niños, expuestos a los dañinos contenidos frecuentes y comunes en las redes (abuso sexual, matoneo o bullying, contenidos de odio y violencia, contenidos indeseados sobre sexualidad), experimentan serias consecuencias en su salud mental: ansiedad, autodaño, ideación suicida y muerte por suicidio.
El cerebro de los adultos amañados a las pantallas sufre, se ha observado, adelgazamiento de la corteza cerebral, con lo que se producen: trastornos del sueño, alteraciones del humor y las emociones, disminución de las habilidades cognitivas, pobre atención, dificultad para enfocarse en lo que se hace, disminución o pérdida de memoria, entorpecimiento del lenguaje, incapacidad de pensamiento crítico y, como es de esperarse, el secuestro cerebral por las adicciones. No diga después que no tuvo “Noticia de un secuestro”.
Después de ver la película de esta mañana, antes de llegar a mi oficina, cerré mi iPad.
El autor es médico.
