Con el cambio de administración en Estados Unidos, el mundo ha sido testigo de un giro significativo en su política comercial. Bajo el lema de “America First”, la administración del presidente Donald Trump rompió con décadas de liderazgo multilateral, optando por una estrategia más proteccionista y bilateral. Este cambio no solo alteró el equilibrio del comercio global, sino que también puso a prueba los principios fundamentales que han regido el sistema internacional desde la posguerra.
Uno de esos principios es el de la “Nación Más Favorecida” (NMF), consagrado en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) de 1947 y mantenido por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Este principio establece que cualquier ventaja comercial otorgada a un país debe extenderse a todos los miembros de la OMC, promoviendo así la igualdad de trato y la previsibilidad en las relaciones comerciales.
La teoría económica que respalda este enfoque es la de las ventajas comparativas, formulada por David Ricardo en el siglo XIX. Según esta teoría, los países se benefician del comercio internacional cuando se especializan en producir aquellos bienes en los que tienen un menor costo de oportunidad. El libre comercio, facilitado por reglas como la NMF, permite a las naciones maximizar su eficiencia y bienestar colectivo. Y la evidencia empírica lo demuestra, desde la creación de la OMC el comercio se disparó mejorando la condición de vida de miles de millones de seres humanos en todo el globo.
Sin embargo, la política comercial de Trump desafió abiertamente este paradigma. La imposición de aranceles a productos chinos, la renegociación del NAFTA (ahora USMCA), y las críticas constantes a la OMC marcaron un retorno al nacionalismo económico. Estas medidas generaron una ola de tensiones comerciales, amenazas de represalias y una creciente incertidumbre en los mercados. La razón de la actuación de Trump, en parte, es porque tanto China como la Unión Europea han adoptado, desde hace años, prácticas (permitidas en el marco de los acuerdos internacionales) que limitan el acceso de productos estadounidenses a sus mercados, ya sea mediante subsidios estatales, barreras no arancelarias o normativas ambientales y técnicas que dificultan la competencia externa.
Las consecuencias no se hicieron esperar. Las cadenas de suministro globales comenzaron a reconfigurarse, con empresas buscando diversificar su producción fuera de China. La confianza en el sistema multilateral se erosionó, y muchos países optaron por acuerdos bilaterales o regionales como alternativa.
La historia nos ofrece lecciones valiosas con políticas similares. La Ley Smoot-Hawley de 1930, que elevó los aranceles estadounidenses a niveles récord, provocó represalias internacionales y contribuyó al colapso del comercio mundial durante la Gran Depresión. Más recientemente, la guerra comercial entre Estados Unidos y China (2018–2020) demostró que el proteccionismo puede tener costos significativos tanto para consumidores como para productores.
Sin embargo, es de menester señalar que, en esta ocasión, la medida se ha anunciado más como uno de trato igualitario bilateral y que dichas medidas solo serán permanentes si no se llega a un acuerdo que haga el comercio “más justo” en la mente de Estados Unidos. Aunque sí viola todos los tratados comerciales existentes de los que es parte Estados Unidos.
Hoy, el mundo se encuentra en una encrucijada. ¿Volveremos a un sistema basado en reglas y cooperación multilateral, o avanzaremos hacia un orden fragmentado y competitivo? La respuesta dependerá no solo de la política estadounidense, sino también de la capacidad de otros actores —como la Unión Europea, China y América Latina— de defender y reformar el sistema comercial global.
En un mundo interconectado, el aislamiento no es una opción sostenible. La cooperación, aunque compleja, sigue siendo el camino más eficaz para enfrentar desafíos comunes a nivel global, así como para asegurar el crecimiento económico, como ha demostrado la evidencia empírica. La política comercial debe ser una herramienta para construir puentes, no muros.
El autor es director de la Fundación Libertad.

