Acabo de leer que la Galería degli Uffizi de Florencia se ha unido a la lista de los museos que prohíben el uso de un palo que sirve para sujetar el teléfono celular más lejos a la hora de hacerse lo que los modernos llaman un selfie. Como mi ignorancia en tales lides es de un calibre más que amplio y, frente a la modernidad, me parece que yo pertenezco a la prehistoria, ni siquiera sabía que existiese un artilugio semejante al del palo de marras. Es más; pensaba que los museos prohíben hacer fotos sin más, con lo que vetar el palo es redundante.
Pero parece ser que me equivoco en todo: que hay museos que no solo permiten sino que animan a hacerse esos autorretratos tan de moda y que el problema verdadero consiste en la extensión. Me pregunto por qué. ¿Saldrán más dañadas, ya sea física o moralmente, las obras de arte al alejar el móvil? ¿Tendrán miedo los museos a que el palo del celular se utilice como arma para ejercer de islamista fóbico extremo en busca de una estatua que derribar? Pero en ese caso será cosa de saber si se les deja a los ancianos –como yo– entrar en un museo con bastón en ristre que, a todas luces, es aún más peligroso.
Sea como fuere, parece más que evidente que el mundo está cambiando a una velocidad tal que va a ser difícil mantener al día el catálogo de las prohibiciones. Creo que a quien se le ocurra comerse una pizza en un banco del Museo del Prado de Madrid le llamará, hoy por hoy, la atención pero igual a la comida le queda también un suspiro por delante y en cosa de pocos años los celulares servirán para retratar, grabar, alumbrar, fotografiar, reconocer canciones, identificar radares de tráfico, situarse en un mapa, enviar mensajes, hacer ecuaciones diferenciales y, por añadidura, alimentar por vía subcutánea al usuario, con lo que ya no va a haber forma de saber quién come donde no debería hacerlo.
Igual el problema consiste en que el celular mismo se está convirtiendo en una especie de sustituto, más que de complemento, de uno mismo aunque sea a través de las redes sociales. Con lo que el siguiente paso razonable sería el de matar al perro antes de que nos contagie la rabia y, en vez de prohibir el palo para los selfies hacer que se persiga, Código Penal en mano, el uso mismo de teléfonos celulares no ya en el avión –cautela que está desapareciendo– sino en la vida cotidiana. Volver a un mundo sin teléfonos móviles puede convertirse muy deprisa en una utopía añorada a la que yo me he apuntado. Animo a la ciudadanía a unirse al movimiento en pro de tener que llamar desde artilugios unidos a una cabina, como poco. Si los celulares no sirviesen para telefonear ganaríamos en calidad de vida, en paz espiritual y, sobre todo, en silencio. Quienes crean que son útiles para todas las demás cosas pueden seguir atados a la bobadita del selfie con o sin palo. Al fin y al cabo el prohibir este no deja de ser otra confirmación de que hemos perdido el sentido común y nos queda, en vez, el desánimo.