Desde 1902, cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó la “Ley Spooner” o Ley del Canal de Panamá para adquirir los derechos de la nueva Compañía Francesa del Canal de Panamá (que fracasó en el intento de construir el canal, aunque recibió 40 millones de dólares por la cesión de derechos), y le ordenó al Cuerpo de Ingenieros del Ejército estadounidense construir el canal, Panamá quedó bajo el radar de las agencias de inteligencia de las principales potencias internacionales. Esta importancia aumentó con la inauguración del Canal de Panamá en plena Primera Guerra Mundial.
La principal razón por la que Estados Unidos construyó el Canal de Panamá fue lograr la rápida movilización de sus fuerzas militares y navales entre los océanos Atlántico y Pacífico. Para protegerlo de una eventual agresión extranjera, no se permitió que la carretera Panamericana cruzara el Tapón del Darién. Los gobernantes panameños que olvidaron esta realidad no comprendieron las graves consecuencias de otorgar en concesión a empresas chinas la operación de los puertos próximos a los extremos del canal en ambos océanos. Hoy vemos cómo Estados Unidos ha vuelto a estacionar tropas en suelo panameño.
En la actualidad, el peligro no es el expansionista Imperio Alemán de los kaiser, cuyo bloqueo naval —junto con el del Imperio Británico— contra Venezuela, desde diciembre de 1902 hasta febrero de 1903, terminó con el ultimátum de Estados Unidos, que movilizó su flota estacionada en Puerto Rico. Comprometido en la construcción del Canal, Estados Unidos no aceptó que Alemania se apoderara de territorios tan cercanos al istmo, lo cual salvó a Venezuela en 1903 de ser repartida como botín de guerra entre los dos imperios europeos.
Después, las amenazas fueron los nazis y el expansionismo imperialista de la Unión Soviética, ambos ya extintos.Hoy, los potenciales enemigos en la óptica de Estados Unidos (Panamá no tiene enemigos) son: la dictadura comunista de China (cuyo poder fue facilitado por los errores de los “genios” Kissinger y Nixon), los regímenes de Putin en Rusia, de la dinastía comunista y monárquica de Corea del Norte, los Ayatolás de Irán con su teocracia medieval, y el terrorismo internacional (desde el criminal ataque a las Torres Gemelas de Nueva York), en el cual los fanáticos integristas musulmanes tienen una presencia destacada, así como sus aliados, asociados, agentes y simpatizantes en todo el mundo.
El ciudadano común cree que el espionaje es literatura de ficción y lo encarna en James Bond, aunque la realidad es mucho más compleja: muchos gobiernos utilizan a funcionarios de sus embajadas y consulados para espiar, y revisar la prensa sigue siendo una fuente clave de información. También crean “ligas”, “asociaciones”, “sociedades”, “fundaciones”, “comités”, hasta “clubes de lectura” y “cofradías de abuelitas rezanderas por la moralidad” como fachadas para ejecutar planes de información, desinformación y captación de informantes o colaboradores de todo tipo.
Y como siempre, no solo se busca conocer los secretos sobre armas, capacidades o movimientos de unidades militares, navales o aéreas: también se busca obtener secretos industriales y ejercer influencia política para favorecer los intereses de los gobiernos extranjeros.
No es ficción, como lo ilustran la literatura, el cine y la televisión: en Nueva York, Viena, París, Bruselas, Ginebra, Londres y Ciudad de Panamá —por la importancia estratégica del canal y su rol como centro de interconexión marítima y aérea internacional— pululan espías y agentes secretos, lobos casi siempre disfrazados de ovejas mansas, al servicio de intereses foráneos.
El autor es abogado.

