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Panamá: entre la división y la oportunidad de ser un mediador cultural

Panamá siempre ha sido un punto de encuentro. Su geografía nos condena y, al mismo tiempo, nos bendice: aquí se cruzan océanos, culturas, religiones, idiomas y poderes económicos. Sin embargo, mientras el mundo nos ve como un puente, internamente vivimos como un país fragmentado. La filosofía nacional debería ser clara: unir lo que otros separan. Pero lo que predomina es la desconfianza, el egoísmo y la imitación de lo peor del exterior.

El problema de fondo no es el Canal, ni la economía dolarizada, ni los tratados que nos han dejado a medias. El verdadero problema es que no hemos aprendido a educarnos en el sentido más profundo. Y no me refiero únicamente a asistir a la escuela y aprobar materias, sino a desarrollar la capacidad de pensar, cuestionar, leer, investigar y usar la tecnología para crecer, no para perder el tiempo. Un pueblo que no aprende a educarse está condenado a la manipulación. Sin educación, el puente se quiebra; con educación, el puente se vuelve destino.

Si Panamá aspira a ser mediador cultural, primero debe aprender a mediar con su propia realidad. ¿Cómo pedir unidad si la sociedad sigue dividida entre “los de arriba” y “los de abajo”, entre “interioranos” y “capitalinos”, entre “los que hablan inglés” y “los que apenas leen un periódico”? Esa división no es natural: es producto de una visión limitada y de un sistema educativo que nunca formó ciudadanos críticos, sino consumidores pasivos. Un país no se divide por la geografía, se divide por la ignorancia.

Lo que se necesita es un cambio de mentalidad: dejar de imitar lo malo y empezar a aprender de lo bueno. Tenemos acceso al mundo entero, a ideas brillantes y a experiencias de países que lograron levantarse de las ruinas. Copiar la corrupción es perder lo propio y heredar lo ajeno. Ser conscientes de esto es clave para construir un país con visión.

Ser mediador cultural no significa estar en el centro del mapa, sino tener autoridad moral e intelectual para guiar conversaciones y resolver conflictos. Esa autoridad solo se construye con educación real. Un pueblo lector, crítico y con visión puede sentarse en la mesa de cualquier cultura y proponer soluciones. Un pueblo que se conforma con la ignorancia repite lo que otros dictan. Un pueblo que lee negocia; un pueblo que no lee, obedece.

La filosofía de Panamá debería ser apostar por la educación como acto de liberación, no como simple trámite escolar. Educar no es solo obtener un diploma; es aprender a pensar con autonomía, tener disciplina y construir una visión de futuro. Es preguntarse: ¿qué podemos tomar de lo mejor del mundo y adaptarlo a nuestra realidad? Japón, después de la guerra, eligió aprender de Occidente sin perder su identidad. Finlandia transformó su sistema educativo y convirtió la disciplina en cultura nacional. El mayor enemigo del progreso no es la pobreza, es la pereza mental.

Si no logramos educarnos de verdad, la división interna seguirá creciendo. Un país ignorante nunca será mediador cultural; apenas será un mercado de paso. La unidad que necesitamos no vendrá de un discurso presidencial, sino de un pueblo educado, con visión crítica y con la valentía de mirar el futuro sin miedo.

Panamá tiene el privilegio de ser un puente. La pregunta es: ¿queremos ser un puente que solo deja pasar lo que viene, o un puente con voz propia que sabe a dónde va? El futuro de Panamá no está en su Canal, sino en su conciencia.

La autora es profesora de filosofía.


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