La encrucijada que hoy enfrenta Panamá es clara y dolorosa: la corrupción. No es una abstracción política ni un mero titular de prensa; es el cáncer que carcome los cimientos de nuestra nación, la verdadera causa de la desidia que nos ahoga e impide avanzar. Hemos llegado a un punto en que la ciudadanía, exhausta de promesas vacías y bolsillos llenos, clama por una erradicación total, sin miramientos de ideologías ni partidos. La lucha por un Panamá digno pasa, inexorablemente, por acabar con la corrupción, venga de donde venga.
Durante décadas, hemos sido testigos de un espectáculo vergonzoso. Los ciclos políticos se repiten y, con ellos, las mismas prácticas viciadas. Se nos presenta la corrupción como un problema de “izquierda” o de “derecha”, un conveniente velo para desviar la atención de lo que realmente es: un sistema de pillaje transversal que no distingue entre banderas políticas. Es una red intrincada en la que los intereses personales y de grupo superan, con obscena desfachatez, el bienestar colectivo. Mientras unos se llenan los bolsillos, las escuelas se caen a pedazos, los hospitales carecen de insumos básicos y la infraestructura prometida queda en el papel o se construye con sobrecostos escandalosos.
La desidia que sentimos no es indolencia; es el resultado directo de una frustración acumulada. Es la sensación de que, sin importar quién esté en el poder, las reglas del juego son siempre las mismas para los de arriba y siempre injustas para los de abajo. Esta desidia se manifiesta en la pérdida de confianza en nuestras instituciones, en el desinterés por la participación ciudadana y, en última instancia, en un estancamiento social y económico que frena nuestro potencial. Panamá, un país con una posición geográfica privilegiada y recursos invaluables, merece mucho más que ser rehén de una élite corrupta.
Erradicar la corrupción no es una tarea sencilla, pero es imperativa y urgente. No se trata de cambiar un gobierno por otro, sino de transformar la mentalidad y las estructuras que permiten este flagelo. Requiere una voluntad política inquebrantable, una justicia independiente y eficaz que castigue sin contemplaciones a quienes roban el futuro de la nación, y una ciudadanía vigilante y activa que no cese en su demanda por transparencia y rendición de cuentas. Es necesario fortalecer las instituciones, implementar mecanismos de control rigurosos y asegurar que la ley se aplique por igual a todos, sin importar su apellido o afiliación política.
La lucha contra la corrupción no es un asunto de ideologías partidistas. El dinero robado a través de contratos amañados, proyectos fantasmas o malversación de fondos públicos no tiene color político. Es, simplemente, dinero que le pertenece a todos los panameños, desviado del desarrollo, la salud, la educación y la seguridad. Es el recurso que podría financiar las soluciones a nuestros problemas más apremiantes. Por lo tanto, el llamado es a la unidad nacional en esta batalla. Es hora de dejar de lado las divisiones artificiales y reconocer que el enemigo común es el enriquecimiento ilícito a costa del pueblo.
Panamá tiene la oportunidad y la obligación de levantarse. La erradicación de la corrupción debe ser el proyecto nacional más ambicioso y prioritario. Es el único camino para romper el ciclo de la desidia, restaurar la fe en el futuro y construir una sociedad donde la justicia y la equidad sean los pilares. Es tiempo de que la indignación se transforme en acción, de que las voces individuales se sumen en un coro poderoso que exija un cambio real y duradero.
La desidia que nos consume en Panamá no es destino, sino consecuencia directa de la corrupción sin freno. Erradicarla —venga de izquierda o derecha— es la única vía para recuperar nuestro futuro. La acción es ahora.
La autora es profesora de filosofía.

