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Coyuntura

Panamá sangra por la injusticia

Nadie protesta cuando todo está bien. Se protesta cuando el presente y el futuro de las personas están amenazados; cuando las necesidades básicas y los derechos fundamentales son golpeados sin misericordia. De ese descontento nace la desconfianza en las instituciones y crece la indignación ciudadana.

En Panamá, las armas se concentran en la policía, el ejército, el crimen organizado y el narcotráfico. Las armas del pueblo son otras: protestas pacíficas, volanteos y denuncias en redes sociales, porque los medios tradicionales suelen estar al servicio de quienes gobiernan. El poder político, apoyado por intereses empresariales, se ampara en la fuerza y en símbolos como “Dios y Patria” para justificar abusos, bloquear comunicaciones, aislar provincias, violar derechos y actuar con impunidad, ignorando la Constitución que deberían defender.

Se protesta cuando los corruptos se protegen entre sí, ostentando lo robado, burlándose de la ley y usando fuerzas de seguridad financiadas con impuestos para reprimir a la ciudadanía. Se protesta cuando se vive sin agua potable y, si llega, es contaminada con metales pesados y pesticidas. Esto ocurre en distintas regiones, no solo en Azuero. La venta de agua embotellada y camiones cisterna parece ser el negocio más rentable.

Se protesta al ver cómo se talan bosques sin reforestación, cómo ministros construyen carreteras hacia sus propiedades mientras las vías públicas se deterioran, y cómo empresarios con poder evaden la justicia y reciben protección política. Tanta culpa tiene quien comete el delito como quien lo encubre.

La realidad educativa es otro motivo de protesta. La infraestructura escolar está marcada por hacinamiento, turnos reducidos, baños dañados, falta de agua, mobiliario en mal estado y laboratorios sin equipos. Muchos estudiantes se gradúan sin haber pisado un laboratorio funcional. Las bibliotecas, lejos de ser espacios de fomento lector, se reducen a depósitos de textos obsoletos y muebles carcomidos, sin libros de literatura adaptados a cada nivel. El 90% de los centros educativos carece de gimnasios o canchas techadas, y las aulas máximas, donde antes se realizaban actividades culturales, han sido eliminadas. Estas carencias no son responsabilidad de los docentes, sino de las autoridades que, con políticas nocivas, prefieren una población menos pensante y más manipulable.

En el ámbito cultural, la eliminación de escuelas especializadas de Bellas Artes y el desinterés por promover la cultura reflejan un “genocidio cultural” que priva a la juventud de espacios para desarrollar talentos y aportar al acervo nacional.

Las escuelas rancho, símbolo de la desigualdad, siguen existiendo en comunidades originarias, donde no hay centros de salud adecuados ni vías de acceso dignas. Quienes acusan a los docentes de todos los males educativos ignoran el sacrificio de quienes trabajan en estas condiciones. La discriminación hacia los pueblos originarios es evidente: los gobiernos codician sus tierras por sus recursos naturales, impulsando políticas que amenazan su supervivencia.

La injerencia extranjera también preocupa. No estamos en guerra con ningún país y nadie tiene derecho a arrastrarnos a conflictos ajenos. La soberanía nacional no puede subordinarse a intereses foráneos, por muy poderosos que se consideren.

En materia de salud, los hospitales públicos carecen de medicamentos y atención oportuna. Los pacientes reciben citas para meses o años después, como si las enfermedades pudieran esperar. Esto favorece el negocio de farmacias y clínicas privadas, inalcanzables para la mayoría.

Mientras tanto, la Corte Suprema y otras instituciones parecen más ocupadas en perseguir a organizaciones combativas que en garantizar justicia real. Se protegen a condenados, se mantiene abierta la minería que contamina comunidades y se hipoteca el futuro con sistemas de pensiones que condenarán a la pobreza a las próximas generaciones.

El gobierno de turno, con sus aliados, ha ganado tiempo para seguir saqueando recursos. Han aprendido que la represión y el desgaste son herramientas efectivas para desalentar la protesta, pero también han ganado el desprecio del pueblo. En Panamá, “Prohibido olvidar” no es una consigna vacía: quien siembra vientos cosecha tempestades.

Los estudiantes, por su parte, han distinguido a los docentes comprometidos de aquellos indiferentes. Los gremios han comprobado que no todas las luchas son iguales, pero que la unidad y la persistencia son necesarias. El desafío es que la juventud decida si seguirá atrapada en redes sociales o si enfrentará las necesidades reales que la obligarán a luchar.

Felicito a los patriotas: estudiantes, docentes, padres de familia, trabajadores sindicalizados, pueblos originarios, obreros de la construcción, abogados y ciudadanos que han defendido la justicia y la dignidad con civismo y coraje. Su resistencia es un acto de amor a la patria.

La reciente liberación de policías responsables de la muerte de cinco reclusos en un incendio carcelario —quienes, pese a su condena, cobraron salarios durante su supuesta reclusión— es una afrenta a la justicia. Mientras se premia a responsables de tragedias, se castiga a docentes en huelga legal descontándoles salarios, y se permite que grandes deudores de la Caja de Seguro Social evadan sus obligaciones.

Este es el retrato de un país donde la injusticia sangra y la impunidad reina. Pero también es el retrato de un pueblo que, aunque golpeado, sigue dispuesto a protestar, a recordar y a exigir. Un pueblo que no quiere ser vasallo de nadie y que entiende que la soberanía, la justicia y la dignidad no se mendigan: se defienden.

La autora es docente.


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