Tenía 12 años cuando mi madre me entregó un viejo diccionario que había sido de mis hermanos. No era moderno, pero sí valioso. Con él descubrí palabras, escribí poemas y entendí el mundo a mi ritmo. Sin internet, el esfuerzo era parte del aprendizaje.
Con la llegada de Google, todo se volvió más rápido y superficial. Lo viví, primero, como adolescente curioso; hoy lo enfrento como docente. Veo estudiantes conectados, pero desconectados del sentido. Aprenden por fragmentos, no mediante pensamiento crítico ni reflexión.
Aquella búsqueda manual en un libro físico cultivaba el pensamiento; la moderna, muchas veces, lo evita. Por eso, mientras investigaba para un proyecto académico, surgió una inquietud que no puedo ignorar: ¿hemos confundido el acceso a la información con el conocimiento? ¿Sabemos más, o simplemente estamos más expuestos? El verdadero reto educativo es transformar datos en comprensión crítica y significativa.
Actualmente vivimos una paradoja educativa desconcertante: nuestros jóvenes tienen acceso a más información que nunca, pero entienden menos. La digitalización ha inundado sus días de datos, pantallas, notificaciones y estímulos constantes.
Como educador de secundaria y cofundador del proyecto ComPa’lee, he visto de cerca cómo esta sobreinformación puede vaciar el pensamiento crítico y atrofiar la comprensión profunda. Porque el problema no es la tecnología, sino la forma pasiva en que muchos la consumen.
El Plan Nacional de Educación Digital (Meduca, 2022) prometía una integración significativa de la tecnología. Sin embargo, en la práctica, seguimos enseñando con metodologías del siglo XIX a estudiantes que viven en el siglo XXI. La escuela se ha rezagado. En lugar de transformar sus prácticas, muchas instituciones solo han digitalizado lo antiguo: usan PowerPoint, plataformas de tareas y evaluaciones mecánicas. Todo ello no necesariamente contribuye a aprendizajes significativos ni al desarrollo de competencias básicas.
No se trata de demonizar la tecnología. Por el contrario, bien guiada, puede ser una aliada para el pensamiento reflexivo y creativo. Pero, sin mediación pedagógica, se convierte en un océano sin brújula.
Un estudio en Panamá reveló que el 67% de los adolescentes cree que algo es cierto solo porque aparece en más de dos redes sociales (Gómez y Morales, 2021). Esta cifra es alarmante: muchos adolescentes saben navegar, pero no saben distinguir lo verdadero de lo falso en una noticia.
A diario veo estudiantes saturados de datos, pero incapaces de sostener una idea más allá de un TikTok. La fatiga cognitiva, documentada por Rivera y Méndez (2021) en Guatemala, es real: más del 60% de los adolescentes reportan agotamiento mental tras solo tres horas de navegación digital. ¿Qué clase de conocimiento puede construirse desde el cansancio y la dispersión?
Desde ComPa’lee entendimos que leer no es solo decodificar palabras, sino comprender, relacionar, criticar. Hoy, esa urgencia se ha multiplicado. La lectura crítica de medios y la alfabetización informacional deben ser ejes transversales en toda formación educativa.
Como señala Quintero (2022), enseñar a usar tecnología sin pensamiento crítico es como dar un carro sin frenos. Urge repensar el rol del docente: ya no como transmisor, sino como facilitador del pensamiento y el conocimiento.
Necesitamos formar jóvenes capaces de preguntar, de dudar, de conectar lo que saben con lo que viven. Como propone Vargas (2022), debemos enseñar a interpretar, contextualizar y construir sentido propio.
El reto es civilizatorio. No basta con llenar las aulas de tabletas: hay que encender el pensamiento, acompañar emocionalmente, enseñar a resistir la lógica del clic rápido y del “me gusta”. Porque si no lo hacemos, la generación más informada de la historia será también la más vulnerable a la manipulación, la desinformación y el vacío.
La educación no puede seguir corriendo detrás de las pantallas. Debe ir un paso adelante: sembrando criterio donde hoy solo hay consumo. Que el acceso a datos no reemplace el aprendizaje. Que la conexión no sustituya la comprensión. Que el conocimiento —ese acto humano de dar sentido al mundo— no muera ahogado entre likes y scrolls infinitos de una era digital con pantallas llenas y mentes vacías.
El autor es egresado del LLAC 2022 - Proyecto ComPa’ Lee.

