Panamá vive atrapado en un péndulo. A un lado, la izquierda promete igualdad; al otro, la derecha presume progreso. Dos orillas que nunca se tocan, pero coinciden en un mismo fracaso: ninguna logra ofrecer al ciudadano una vida digna ni un horizonte claro. La ilusión de cambio se diluye en promesas vacías y discursos que repiten errores antiguos, mientras la realidad cotidiana sigue marcada por la desigualdad, la corrupción y la mediocridad institucional.
La izquierda administra la esperanza como quien reparte migajas disfrazadas de justicia social. Construye dependencia y llama progreso a la sumisión. La derecha viste el discurso de la eficiencia y la modernidad, pero su crecimiento excluye al trabajador común, aquel que no ve reflejado en su mesa el desarrollo que tanto se anuncia. En ambas orillas abundan las promesas; los puentes que unan visión y acción, sin embargo, brillan por su ausencia.
Cambiar de tema o alternar de corriente no resuelve nada. La indignación no se disuelve en palabras vacías, ni la ira se apaga con eslóganes repetidos. La frustración de vivir en un país que repite sus fallas es un malestar profundo que no se calma con cambios superficiales. Estoy cansada de escuchar que “nada puede cambiar”. Esa idea se repite como un eco constante en calles, oficinas y aulas. Tan cómoda para quienes se benefician del sistema, se ha convertido en la mayor cárcel mental que arrastramos. Transformar Panamá es posible, pero solo si dejamos de aceptar la mediocridad como destino.
Frente a este laberinto, la única salida es el pensamiento libre. Mirar más allá de los dogmas, cuestionar los roles heredados, rechazar etiquetas prestadas y atreverse a imaginar un modelo propio. Pensar libremente no significa negar la historia; significa trascenderla. Es decidir que este país puede escribir una página distinta y no quedar atrapado en capítulos repetidos, donde los ciudadanos observan impotentes cómo las mismas estructuras los oprimen y limitan.
El pensamiento libre no es un lujo, sino una necesidad. La libertad no se mide en promesas de campaña, sino en oportunidades reales para educarse, emprender y prosperar con dignidad. Se trata de construir una nación donde la ética no sea adorno, la creatividad valga más que la obediencia y el trabajo tenga sentido más allá del salario mínimo. Es un país donde cada ciudadano pueda ser protagonista de su propia vida y del destino colectivo, sin depender de migajas ni discursos vacíos.
Reflexionar puede no entusiasmar a todos. Pensar exige esfuerzo y no calma la ansiedad inmediata. Sin pensamiento libre, la frustración se transforma en apatía y la ira en resignación. Ningún cambio de tema ni giro de discurso resolverá un malestar que solo puede abordarse con acciones conscientes y transformadoras.
Panamá enfrenta una elección inevitable: seguir oscilando entre dos orillas que no llevan a destino, repitiendo consignas y justificando la mediocridad, o construir un camino propio, guiado por la creatividad, la ética y la reflexión crítica. El dilema no es entre izquierda y derecha: es entre conformarse con la repetición o atreverse a pensar, cuestionar, crear y transformar. El futuro no se hereda, se conquista. Ese futuro exige ciudadanos despiertos, conscientes y audaces, dispuestos a romper la cadena de la resignación y a escribir la historia que Panamá realmente merece.
La autora es profesora de filosofía.


