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Política en escena: repensando la política en Panamá

Política en escena: repensando la política en Panamá
Algunos dirigentes optan por un discurso de persecución en su contra para intentar generar empatía. Ilustración generada con inteligencia artificial por ChatGPT (OpenAI)

La reciente investidura de la presidencia de la Asamblea Nacional puso de manifiesto la tendencia de la política panameña a adoptar una dinámica orientada al espectáculo. Con algunas excepciones, se ha perdido la figura del político tradicional, reconocida por su trato afable, su cercanía y el decoro con que ejercía su responsabilidad. Antes, mantener una imagen adecuada y una actitud accesible era parte inherente del oficio; incluso cuando ello no garantizaba honestidad, al menos infundía un sentido de honor institucional.

El evento de investidura ilustró ese cambio: atuendos de diseñadores exclusivos, arreglos personales muy cuidados, guardaespaldas, asistentes, choferes, fotógrafos profesionales y videos difundidos al instante en redes sociales. Lejos quedó la solemnidad propia de la toma de posesión de uno de los principales órganos del Estado; en su lugar, asistimos a una puesta en escena más propia de una gala de entretenimiento que de un acto institucional.

El término política-espectáculo, acuñado a partir de la obra La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord, describe esa conversión del debate público en una sucesión de imágenes que la sociedad consume sin apenas crítica, donde la apariencia opaca el contenido y las propuestas concretas. De ese cruce nació el entretenimiento político, o fusión de política y entretenimiento, en el que los discursos y las gestiones se diseñan para viralizarse y emocionar antes que para persuadir mediante argumentos racionales.

Entre los rasgos más visibles de esta espectacularización destacan la apelación emocional y la polarización. Los políticos recurren a relaciones personales, denuncias de persecución o enfrentamientos con la “clase pudiente” para generar empatía o indignación, presentando siempre bandos opuestos (buenos contra malos, ricos contra pobres, derecha contra izquierda), y convirtiendo el debate político en un producto de consumo.

La mediatización completa este esquema: medios tradicionales y digitales convierten cada evento político en un espectáculo destinado a generar momentos virales, escándalos o declaraciones contundentes que relegan el análisis profundo de las políticas públicas. A ello se suma la personalización, donde la atención se traslada de instituciones o partidos a figuras individuales equiparadas a celebridades, y el uso de estrategias propias de personas influyentes para consolidar una marca política.

Actualmente, algunos políticos mantienen una presencia pública constante similar a la que se observa durante una campaña electoral, lo que puede desplazar la atención hacia su persona y disminuir la relevancia de la institución o el órgano que representan. No obstante, su función principal es cumplir con las responsabilidades asignadas y ejercer las atribuciones de su cargo, permitiendo que el trabajo realizado refleje su desempeño.

Las redes sociales intensifican esta dinámica al ofrecer comunicación directa y competencia constante con los medios convencionales. Se exaltan los logros, se minimizan los errores y se multiplican los discursos sensacionalistas que aumentan la visibilidad del político. Al mismo tiempo, la prioridad por la viralidad favorece la desinformación y socava el derecho a una información veraz y confiable.

Las consecuencias son preocupantes: el debate racional pierde relevancia, los asuntos complejos —desde huelgas educativas hasta la seguridad social— se simplifican en exceso, y crecen el cinismo y la apatía ciudadana. La política deja de percibirse como un espacio de servicio público para convertirse en una pantalla destinada al entretenimiento.

Las instituciones en Panamá han experimentado una pérdida de solemnidad, dando paso a un clima marcado por la polarización y la teatralización del ámbito político. La corrupción estructural, junto con la creciente polarización social, ha erosionado la confianza ciudadana, un fenómeno acentuado por la ausencia de debates sustantivos sobre temas fundamentales como la educación, la seguridad, la salud y el sistema de pensiones. Tanto las élites políticas como los contribuyentes económicos alimentan esta dinámica mediante la generación de espectáculos mediáticos, mientras que el sistema multipartidista incentiva la competencia por la atención pública, relegando a un segundo plano la resolución de problemas esenciales. En este contexto, la corrupción continúa siendo un elemento central en la insatisfacción ciudadana y en la persistencia de la desigualdad social.

Para contrarrestar esta deriva, resulta clave promover un diálogo político transparente y basado en hechos, fortalecer la educación cívica y el pensamiento crítico en escuelas y universidades, y apoyar el periodismo de investigación junto con el análisis político riguroso. Es decir, es necesario elevar la calidad del debate público e incentivar la participación ciudadana. Solo así la política podrá recuperar su condición de debate constructivo y servicio al bien común, más allá del espectáculo.

El autor es abogado, investigador y doctor en Derecho.


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