Este es el título del libro escrito por Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política y social de la Universidad del País Vasco. El amigo Milton Henríquez tuvo la cortesía de recomendármelo, e igual cosa hago con los lectores.
Es interesantísimo el libro, precisamente porque vivimos una época en la que candidatos cobran fuerza política por vía de rechazar la política. El fenómeno no es nuevo. Recordemos que De Gaulle se levantó con la dirigencia de la República francesa convenciendo al pueblo de que los liberaría de los políticos. Igual cosa hizo Berlusconi atrayendo a los que detestaban a los políticos, modelo copiado con entusiasmo por Martinelli en Panamá. Hoy, en la cuna de la democracia, un Trump hace exactamente lo mismo. Si lograra ganar (algo que dudo mucho) sabemos lo que sería su gobierno. Nosotros los panameños ya pasamos por allí y venimos de vuelta. Es realmente sorprendente la cantidad de ciudadanos dispuestos a ceder su poder político a los “encantos de la antipolítica”.
También existe hoy otro fenómeno interesante: la lucha ideológica tradicional de izquierdas contra derechas ha cedido a derechas rurales de poca educación, contra derechas urbanas educadas. En el brexit, estas derechas rurales produjeron la renuncia del primer ministro conservador de derechas. Es más bien pueblo versus élites dentro del mismo espectro ideológico. Igual se da con Trump. Son republicanos rurales contra republicanos dirigentes urbanos, o elitistas.
Es una crisis, pero como todas las crisis tiene un “efecto revelador” que merece estudio serio por parte de los políticos.
Y aquí debemos comenzar por preguntarnos, idealmente: ¿quiénes deben ser los políticos? La respuesta es sencilla y de una sola palabra…¡todos! Sí, todos debemos ser políticos. Algunos, políticos partidarios en busca del poder político, y otros somos políticos institucionales dedicados a la agenda pública sin aspirar al poder. Pero sí, todos, somos políticos. Ningún ciudadano que se respete puede ser antipolítico y debemos cuidarnos de no caer en esa trampa…. ¡otra vez! ¡No seamos idiotas!
Estamos afrontando el “éxtasis de la democracia directa” que ofrecen las redes sociales, en las que la crítica (necesaria) “va adquiriendo las dimensiones de un auténtico linchamiento”. Reina la indignación y la ridícula sentencia diaria de “todos son iguales”. Todos, absolutamente todos, nos sentimos competentes para juzgar a diario a los que elegimos, como nuestros representantes. Lo hacemos, como sociedad, con una falta de sinceridad respecto a nosotros mismos. Los criticamos a ellos para escapar de tener que criticarnos a nosotros mismos. ¿Si son tan malos nuestros representantes políticos, es posible que nosotros mismos seamos inocentes? Es imposible que dirigentes tan incompetentes hayan surgido de una sociedad que sabe perfectamente todo lo que debería hacerse. Si los políticos lo hacen tan mal, no puede ser que los demás lo hayamos hecho todo bien.
No, mis amigos lectores; si buscamos con sinceridad a los culpables de todos los desastres de la política, seamos justos y mirémonos en el espejo.
Nosotros, cada uno de nosotros, somos el peor enemigo que tenemos. Queremos siempre decirle a nuestros representantes “las verdades, sin tapujos”, pero no nos gusta escuchar la verdad, sobre todo, si se refiere a nuestra responsabilidad.
“¿Hay algo peor que la mala política?”–pregunta el autor del libro y contesta con convicción y fuerza–“¡Sí, su ausencia… la mentalidad antipolítica!”.
Indignémonos, sí…¡con nosotros mismos! ¡Todos a sentirnos políticos, partidarios o institucionales, pero todos políticos dedicados a la agenda pública y al bien común!
