Una reciente investigación de Revista Concolón y La Prensa vuelve a poner el dedo en la llaga: la justicia panameña solo logra recuperar una fracción mínima de los millones robados al Estado. El resto se diluye entre estructuras opacas, amiguismos y una maraña legal que parece diseñada más para proteger a los culpables que para resarcir al país. La gran pregunta sigue en el aire: ¿por qué no logramos recuperarlos?
No se logra porque la justicia vive en eterna mora. Los expedientes duermen mientras los corruptos disfrutan del botín. Entre prórrogas, apelaciones y tecnicismos, los casos prescriben, los testigos se cansan y los bienes desaparecen. La justicia llega tarde o no llega, y cuando lo hace, el daño ya está hecho.
No se logra porque los funcionarios temen denunciar. En un sistema donde el poder castiga al que se atreve a hablar, la prudencia se convierte en complicidad. Muchos prefieren callar antes que arriesgar su estabilidad. En Panamá, decir la verdad puede costar el trabajo… o la tranquilidad.
No se logra porque hemos exaltado a los héroes equivocados. Aún hay quienes justifican la corrupción con frases como “por lo menos ayuda a su gente”. Ese falso romanticismo de Robin Hood tropical solo perpetúa el saqueo. En un país donde el ladrón se convierte en líder y el honesto en ingenuo, el progreso es inviable.
No se logra porque la sociedad se ha vuelto impasible. La corrupción ya no escandaliza; entretiene. Se comenta, se ironiza y se olvida. Hemos normalizado el abuso al punto de convertirlo en parte del paisaje político y social. Pero cada millón robado es un hospital sin medicinas, una escuela sin techo, una calle que no se arregla.
Solo se logrará cuando el ciudadano diga basta. Cuando dejemos de esperar que otros arreglen lo que nosotros toleramos. Cuando entendamos que la corrupción no se combate solo con leyes, sino con conciencia cívica.
La recuperación de los millones no depende únicamente de fiscales o jueces, sino de un pueblo que se niegue a ser cómplice del silencio. La verdadera reparación no será contable, sino moral. Y el día que eso ocurra —cuando el panameño común exija decencia con la misma fuerza con la que acude a un partido de la selección—, ese día empezará la recuperación más importante de todas: la del alma de Panamá.
Mientras eso no ocurra, seguiremos viendo a los nuevos ricos pasear impunemente con fortunas mal habidas. Veremos a una nueva generación educarse en las mejores universidades del mundo, financiada por las acciones cuestionables de padres que, sin pudor alguno, se enriquecieron gracias a la complicidad de un país que eligió callar.
El autor es administrador industrial.

