Vivimos rodeados de límites. No son una molestia: son la estructura que permite que convivamos sin destruirnos. Están en los mapas, en las leyes, en el cuerpo, en la mente y, sobre todo, en el poder.
Los límites del poder y la autoridad
El poder es necesario, pero sin límites se vuelve peligroso. La autoridad sin freno se transforma en abuso, y la historia lo demuestra una y otra vez. Por eso existen constituciones, leyes, controles, tribunales y ciudadanos vigilantes: para recordar que nadie está por encima de los demás.
Un gobernante, un juez, un policía, un jefe, un docente, un padre: todos tienen poder en algún grado. Pero ese poder solo es legítimo cuando respeta su frontera. Cuando se usa para servir, no para dominar. Cuando reconoce que su autoridad termina exactamente donde empiezan los derechos de otro.
Un poder sin control es como un río sin cauce: arrasa todo a su paso. Un poder limitado, en cambio, puede generar bienestar, orden y justicia.
Límites en el trato con los demás
Así como el poder necesita frenos, las relaciones humanas también. Cada persona tiene su espacio interno: su manera de pensar, sentir, decidir y vivir. Allí, nuestra autoridad no llega. No importa cuán inteligentes, fuertes o experimentados nos creamos, siempre hay un punto donde debemos detenernos y respetar.
Reconocer el límite del otro no es debilidad; es civilivilización. Es entender que no todos pueden ni deben ser como nosotros. Que cada quien carga virtudes, defectos y fronteras internas.
Hay personas cuyas limitaciones se ven: una discapacidad física, sensorial o cognitiva. Pero hay otras que no se notan: dificultades para razonar, para manejar emociones, para concentrarse, para controlar impulsos, para comunicarse. Juzgarlas con dureza por lo que no pueden hacer es una forma silenciosa de violencia.
Respetar la individualidad es aceptar que todos somos una combinación distinta de fortalezas y límites, y que nadie tiene la autoridad moral para invadir la dignidad ajena.
Los límites como base de una vida en común
Los límites no son enemigos de la libertad; son su condición. Un país sin límites de poder cae en la tiranía. Una persona sin límites internos cae en el desorden. Una sociedad sin límites en el trato mutuo se vuelve un campo de batalla.
Pero cuando los límites se aceptan y se respetan, el resultado es otro: convivencia, justicia, humanidad.
Los límites del poder protegen al débil. Los límites personales evitan abusos. Los límites en el trato reconocen la dignidad del otro.
Una conclusión clara y sencilla
Todos tenemos capacidades y también incapacidades. Todos tenemos derechos y también deberes. Y todos, incluso los más poderosos, tenemos fronteras que no debemos cruzar.
Porque la grandeza de una sociedad —y de una persona— se mide, al final, por cómo maneja su poder y por cómo respeta las limitaciones y la individualidad de los demás.
Sobre la llamada “constituyente originaria”
Se dice a veces que una constituyente originaria no tiene límites, que es un poder absoluto capaz de rehacer el Estado desde cero. Pero esa idea, además de peligrosa, es falsa. No existe poder humano sin límites, y una asamblea constituyente no es la excepción.
Si alguien convoca esa constituyente, entonces ese “alguien” —sea el Ejecutivo, un grupo político o una fuerza de facto— está ejerciendo un poder previo. Y si ese poder previo fija las reglas, entonces el supuesto poder “absoluto” nace condicionado desde su origen. Es decir: la constituyente no es ilimitada; está enmarcada por quien la convoca, por las circunstancias que la hacen posible y por la dignidad y los derechos que no pueden abolirse sin destruir la base misma de la convivencia.
Además, pretender que una constitución nueva puede declarar su poder como absoluto es un contrasentido. Una carta que nace proclamando que no tiene límites ya empieza mal: niega la esencia del constitucionalismo, que justamente nació para frenar los abusos y encerrar el poder dentro de fronteras claras.
Por eso es fundamental decirlo sin rodeos: no existen constituyentes originarias todopoderosas. Todo poder que se ejerce en la sociedad humana —viejo o nuevo, derivado u originario— está limitado por algo: por la realidad, por la razón, por la dignidad humana, por los derechos fundamentales y por el simple hecho de que ningún grupo puede atribuirse la omnipotencia sin caer en la tiranía.
Reconocer estos límites no debilita a la democracia: la salva.
Perspectiva histórica: el mito del poder sin límites
La historia es generosa en advertencias. Cada vez que un poder se ha proclamado absoluto, el resultado ha sido abuso, concentración, violencia o colapso. Desde los monarcas que decían reinar por derecho divino hasta las revoluciones que prometieron refundarlo todo desde cero, el guion se repite: cuando alguien declara que no tiene límites, el límite termina siendo el sufrimiento de la población.
Incluso las grandes revoluciones que se presentan como nacidas de un “poder originario” —como la Revolución inglesa de 1688, la independencia estadounidense, la francesa, la rusa, la china y varias en América Latina— tuvieron límites reales: económicos, sociales, militares, culturales. Ninguna pudo rehacer la sociedad desde una hoja en blanco. Y cuando intentaron actuar como si pudieran, surgieron los excesos que la historia registra con vergüenza.
El caso panameño como recordatorio histórico
Panamá también ofrece lecciones contundentes sobre la importancia de los límites:
La Constitución de 1904 reflejó la necesidad de ordenar un Estado naciente con controles mínimos indispensables.
La Constitución de 1946 fortaleció garantías y modernizó instituciones para evitar excesos del poder político.
La experiencia del régimen militar (1968–1989) mostró con crudeza lo que ocurre cuando el poder concentra, elimina contrapesos y se declara “refundador”: persecuciones, arbitrariedad y erosión de libertades.
La Constitución de 1972, aun con su origen autoritario, fue reformada sucesivamente bajo presión ciudadana para limitar el poder y restablecer equilibrios democráticos.
Cada una de estas etapas confirma que cuando los límites se debilitan, la sociedad sufre; cuando se restablecen, la democracia respira.
Una constituyente que pretenda ser “originaria” y por tanto ilimitada es, en el fondo, un retroceso histórico: repite la vieja tentación de creer en un poder puro, casi místico, capaz de rehacer el mundo por decreto. Eso jamás ha sido cierto, y cada intento ha terminado chocando contra la realidad… y contra los derechos de la gente.
Por eso es importante decirlo con fuerza: quien convoca una constituyente está ejerciendo ya un poder previo, y ese poder nunca es absoluto. Si fija reglas, plazos, composición, método y temas, entonces la constituyente nace limitada. Y si esta, a su vez, pretende declararse sin límites, cae en una contradicción que ignora siglos de experiencia humana.
Redondeando la idea
Los límites no son enemigos de la libertad. Son las paredes maestras que impiden que el edificio de la sociedad se desplome mientras se remodela. Una constituyente puede renovar, corregir, mejorar y modernizar; lo que no puede —porque la historia lo ha castigado siempre— es proclamarse omnipotente.
Todo poder humano está limitado. Todo. Y cuando alguien dice que no lo está, ahí mismo empieza el peligro.
Por eso, defender los límites del poder, de la autoridad y de las relaciones humanas no es conservadurismo: es memoria histórica. Es la sabiduría acumulada de siglos. Es la manera de garantizar que el cambio no se convierta en tiranía y que la libertad no sea destruida por quienes dicen venir a renovarla.
El autor es exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.