Panamá vive, en teoría, en un sistema democrático —el mejor sistema conocido hasta ahora—, en el que se elige a los gobernantes mediante el voto popular cada cinco años. Pero muchos de los electos alcanzan el cargo con mayoría simple, lo que no representa necesariamente a la verdadera mayoría del 50% más uno. En más de una ocasión hemos tenido presidentes y diputados elegidos con menos de ese porcentaje.
Para ser considerados un gobierno verdaderamente democrático, deberíamos tener candidatos elegidos con porcentajes superiores al 50%. Sería deseable que todos los sectores tuvieran la sensatez de corregir esta situación e incluir, si es necesario, una segunda vuelta electoral, al menos para el cargo de presidente, como ocurre en otros países.
Nuestra democracia también debe eliminar el método de asignación de curules por residuos, y mantener únicamente el criterio de mayoría simple en la Asamblea Nacional. Claro está, los partidos que se han beneficiado de este sistema probablemente no querrán ceder, pues saben que muchos de sus miembros no repetirían.
Y hablando de “repetir”, ya es hora de replantear la posibilidad de reelecciones consecutivas. Debe limitarse la cantidad de veces que un legislador o representante puede reelegirse, ya que, a lo largo de los años, la política criolla se ha transformado en un sistema familiar, donde aparecen hijos, cuñados, sobrinos, nietos, parejas, abogados que defendieron casos de corrupción, abuelas y toda clase de parientes en puestos de alto mando dentro de instituciones públicas, con o sin los perfiles adecuados.
Muchos casos de corrupción están ligados a estos vicios de la repetición. Además, la democracia necesita oxigenarse, renovarse y abrir oportunidades a nuevos actores. En un país vecino vimos locuras como una esposa convertida en “copresidenta”, algo que nunca quisiéramos ver aquí… aunque ya empiezan a notarse cosas parecidas en Panamá.
Volviendo al presente, nuestro país atraviesa una crisis interna por las reformas a la ley de la CSS. Llevamos casi dos meses en medio de una disputa que ha afectado la economía, el calendario escolar y el abastecimiento de alimentos en las regiones más golpeadas por las protestas. También ha afectado el trabajo de miles de panameños. Parece una guerra, donde ninguna de las partes cede, esperando ver quién cae primero para declararse vencedor, cuando en realidad todos estamos perdiendo.
Es lamentable que se haya llegado a estos extremos y que no se haya encontrado un punto medio o, al menos, señales claras de negociación. Ha predominado una decisión sin retorno, sin espacio para buscar un equilibrio. Las consecuencias han sido visibles:
Inversiones y negocios interrumpidos
Pérdida de clases y retraso en el calendario escolar
Pérdida de citas y exámenes médicos
Desabastecimiento de alimentos en varios puntos del país
Desempleo y afectación de fuentes de ingreso
Paralización de proyectos de construcción
Impacto negativo en el turismo, la hotelería y la gastronomía
Represalias, heridos y procesos judiciales contra inocentes y opositores
Bloqueos
Desconfianza en el sistema
Desgaste físico y moral tanto en manifestantes como en policías y autoridades
Entre otros
La democracia, al menos en los papeles, garantiza la libertad de expresión y el derecho al diálogo, pero este no puede sustentarse en represalias ni en la violación de los derechos ajenos. Polarizar más solo daña a miles de personas.
Tampoco se puede ignorar que el tema de la mina sigue pendiente y que podría derivar en nuevos conflictos, como los del año 2023. Suspender garantías constitucionales, como ha propuesto un exmagistrado en defensa de los intereses de su empresa, no es el camino.
La decisión sobre la minería debe considerar la voluntad de las mayorías, como ocurre en toda democracia. Imponerla por la fuerza, como se ha insinuado, solo generará más enfrentamientos y rechazo. Ya un país unido la rechazó y la echó de nuestras tierras.
Panamá depende principalmente de sus recursos naturales —la fauna, los árboles, los ríos— que alimentan nuestro canal. La explotación minera provoca graves daños ambientales, y no hay que ser ecologista para comprenderlo.
La democracia es nuestro sistema. Esperemos que se respete y se fortalezca con la aplicación real de sus principios.
El autor es especialista en salud pública y gestión institucional.
