Nuestro sistema sanitario es una especie de laberinto gerencial y logístico que suele arrastrar en un mismo revolcón a autoridades, mandos medios, personal de salud y administrativo, con resultados variables en la prestación de los servicios. Esto, lamentablemente, degenera algunas veces en malestar de la población debido a incidentes muy serios (los menos) y otros tremendamente amarillistas o descontextualizados (la mayoría).
Estas afirmaciones no son retóricas ni pretenden salvaguardar la integridad de los pocos bribones, negligentes o funcionarios poco profesionales, ni de “influencers” o “haters” quiméricos, y mucho menos de quienes buscan protagonismo bajo el paraguas del efecto Dunning-Kruger. Desafortunadamente, generan muchísimo ruido mediático, amplificado por medios informativos inescrupulosos más interesados en patrocinios o “likes” que en orientar correctamente a la población. Esto alimenta dudas, intrigas y morbo, a la vez que fomenta juicios mediáticos y una ira desmedida e injustificada hacia el sector salud, cuya mayoría de funcionarios es muy responsable.
El presupuesto del sector salud no solo es insuficiente, también suele entregarse a destiempo, lo que se agrava con la burocracia displicente. Esto obliga a los gerentes de unidades ejecutoras a malabarear con insumos y el poco personal para atender de manera razonablemente óptima las demandas de salud. La gestión de los servicios requiere preparación, autoridad formal y, sobre todo, que los responsables sean escogidos por méritos, libres de injerencia política o de actitudes derrotistas. Además, deben reconocerse dos axiomas invaluables: el presupuesto en salud siempre aumenta con los años y los funcionarios sanitarios trabajan en equipo. Medicamentos, equipos, insumos y personal cuestan cada día más, y la salud no la proveen solo médicos y enfermeras, sino un amplio grupo que fortalece las funciones: aseadores, secretarias, mensajeros, abogados, cotizadores, almacenistas, trabajadores sociales, cajeros, farmacéuticos, laboratoristas, fisioterapeutas, entre muchos otros. Para todo ello se requiere asignación presupuestaria oportuna y suficiente.
Todo esto puede sonar como una inversión exorbitante, pero su costo disminuirá el día en que la prevención, la promoción y la educación en salud sean una prioridad en cada panameño, y la planificación de políticas públicas sea una realidad certera y no parcial. Solo cuando la atención primaria cumpla bien su papel, los hospitales dejarán de ser los únicos llamados a resolverlo todo. He aquí el meollo del asunto.
También existen otras fórmulas que ayudan a reducir costos, como contratar suficiente personal en lugar de pagar turnos extraordinarios, tercerizar ciertos servicios de apoyo o establecer, de manera transparente y sostenible, precios únicos o compras masivas de insumos, medicamentos o equipos, garantizados al menos por un bienio. No dudo que todos queremos un Panamá con salud y bienestar. Entonces, ¿qué nos falta: capacidad o voluntad?
El autor es médico.
