La Doctrina Social de la Iglesia Católica (DSIC) ha reflexionado profundamente sobre la relación entre propiedad privada y libertad, dos realidades esenciales para la vida digna de la persona humana. A primera vista, podrían parecer conceptos separados: la propiedad como algo material y la libertad como algo espiritual o moral. Sin embargo, la enseñanza de la Iglesia los presenta como íntimamente unidos, de tal manera que comprender su relación nos ayuda a descubrir cómo vivir una vida verdaderamente humana, responsable y abierta al bien común.
La DSIC enseña que la propiedad privada es un derecho natural, que surge de la capacidad del ser humano para trabajar, transformar la creación y asegurar con ello el bienestar propio y el de su familia. Desde el inicio de la historia bíblica, Dios confía la tierra al hombre para que la “cultive y la guarde” (cf. Gn 2,15). El trabajo, en cuanto participación en la obra creadora de Dios, genera frutos, y estos frutos pertenecen justamente a quien los produce. Por ello, la propiedad privada no es un invento moderno, sino una expresión de la dignidad humana y de la justicia natural.
Tener propiedad permite al hombre ser dueño de su destino inmediato, organizar su vida con autonomía y transmitir seguridad a su familia. Quien carece totalmente de propiedad, o depende enteramente de lo que otros decidan darle, se encuentra en una situación de vulnerabilidad que limita sus opciones y su desarrollo integral. En este sentido, la propiedad privada se convierte en un fundamento de la libertad concreta: nos da medios y estabilidad para ejercer nuestras decisiones de manera responsable.
Ahora bien, la Iglesia aclara que la propiedad privada no es absoluta. Existe siempre en relación con el principio del destino universal de los bienes, según el cual Dios creó la tierra para todos los hombres. Por ello, poseer bienes lleva consigo la responsabilidad de administrarlos con sentido de justicia y solidaridad. De nada sirve acumular riquezas si estas se convierten en instrumentos de exclusión o en poder injusto frente a los más débiles.
Aquí entra en juego la auténtica libertad. La DSIC insiste en que ser libre no significa simplemente hacer lo que uno quiere o satisfacer todos los deseos personales. La verdadera libertad consiste en la capacidad de elegir el bien, de orientar la propia vida hacia la verdad y de responder al llamado de Dios en la vocación personal. Una libertad que no reconoce el bien ni se ordena al servicio termina siendo una ilusión: lo que parece autonomía se transforma en esclavitud a los impulsos o al egoísmo.
En este marco, propiedad privada y libertad se iluminan mutuamente. La propiedad, entendida como derecho y responsabilidad, otorga al ser humano los recursos materiales para desplegar su libertad. Entre estos recursos está la libertad de emprender, es decir, la posibilidad de iniciar proyectos, crear empresas y generar trabajo. El emprendimiento es una forma concreta de ejercer la libertad, porque permite desarrollar los talentos personales, crecer en responsabilidad y, al mismo tiempo, ofrecer oportunidades a otros. En la visión cristiana, el emprendimiento no es solo un camino de éxito individual, sino un servicio al bien común: cada empresa, grande o pequeña, es una comunidad de personas que trabajan unidas para satisfacer necesidades y crear valor.
La historia reciente confirma esta enseñanza de la Iglesia: los sistemas sociopolíticos que han respetado la propiedad privada y la libertad —especialmente la libertad de emprender— han sacado a millones de personas de la pobreza más que cualquier otro modelo. Allí donde la propiedad es confiscada o donde la iniciativa personal se reprime, surgen estancamiento, dependencia y pobreza generalizada. En cambio, cuando se garantiza la seguridad jurídica de la propiedad y se promueve la creatividad de las personas, florecen la innovación, el progreso y las condiciones para una vida más digna.
Por eso, la DSIC invita a ver la propiedad privada como un instrumento de libertad responsable. Quien posee bienes o emprende una actividad económica está llamado a administrarlos con sabiduría, a generar oportunidades, a compartir con generosidad y a vivir con un espíritu de sobriedad que evite el consumismo. Al mismo tiempo, la libertad se fortalece cuando se pone al servicio del bien común, cuando se convierte en entrega y no en autoafirmación aislada.
En conclusión, propiedad y libertad no son enemigos, ni tampoco realidades que puedan vivirse de manera aislada. Son dos dimensiones de la misma vocación humana: vivir en dignidad, responder a Dios y colaborar en la construcción de una sociedad justa y fraterna. La propiedad nos da los medios para ser libres y responsables; la libertad, incluida la libertad de emprender, nos impulsa a usar la propiedad como camino de servicio y solidaridad. Y así, ambas realidades encuentran su plenitud en el amor, que es la cima de toda enseñanza cristiana y la verdadera medida de la vida humana.
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El autor es empresario y Caballero de la Orden de Malta.
