¿Puede el presidente ir a la guerra sin permiso?

En días recientes, el mundo ha sido testigo de un acontecimiento de enorme gravedad: el presidente de Estados Unidos de América (EUA) ordenó un ataque militar contra Irán sin una provocación directa y sin aprobación previa del Congreso. El hecho ha encendido alarmas no solo en la diplomacia internacional, sino también en el seno del propio sistema republicano estadounidense. La pregunta que muchos se hacen es legítima y urgente: ¿puede un presidente actuar unilateralmente en asuntos tan delicados como iniciar una guerra? ¿Puede ser juzgado por ello?

Desde una perspectiva estrictamente constitucional, la respuesta es clara: no. La Constitución de los Estados Unidos, en su Artículo I, Sección 8, establece que el poder de declarar la guerra corresponde exclusivamente al Congreso. El presidente, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (Artículo II, Sección 2), tiene autoridad para ejecutar operaciones militares, pero no para iniciar una guerra sin control legislativo, salvo en casos de defensa inmediata o amenaza inminente.

Sin embargo, la práctica política ha desdibujado este límite. Desde la Guerra de Corea hasta los ataques en Libia, Siria o Yemen, distintos presidentes han invocado su rol de comandante en jefe como una suerte de carta blanca para intervenir militarmente sin autorización del Congreso. La Resolución de Poderes de Guerra de 1973 (War Powers Resolution), promulgada para contener estos excesos, exige que el presidente notifique al Congreso dentro de las 48 horas posteriores al inicio de una operación militar, y que no prolongue la presencia de tropas más allá de 60 días sin autorización legislativa. Esta norma, aunque vigente, ha sido frecuentemente ignorada o reinterpretada.

En el caso del reciente ataque contra Irán, la ausencia de una amenaza inminente, la falta de consulta institucional previa y el uso unilateral del poder militar configuran una violación del marco legal. En este contexto cobra relevancia una herramienta pocas veces aplicada, pero siempre presente: el juicio político (impeachment).

El Artículo II, Sección 4 de la Constitución establece que el presidente puede ser destituido por “traición, soborno u otros delitos y faltas graves” (high crimes and misdemeanors). Ordenar un ataque militar no autorizado, sin respaldo jurídico ni político, podría ser considerado un abuso de poder o una grave falta al deber constitucional, abriendo la puerta a un proceso de destitución.

Ahora bien, el juicio político en Estados Unidos no es solo un procedimiento legal, sino también profundamente político. La decisión de iniciarlo depende de la mayoría simple en la Cámara de Representantes, mientras que la destitución requiere el voto de dos tercios del Senado. Por eso, incluso actos claramente abusivos pueden quedar impunes si el partido gobernante controla ambas cámaras o si la polarización impide la rendición de cuentas.

En un país que se autodefine como faro de la democracia y del imperio de la ley, el hecho de que un solo hombre pueda desencadenar una escalada bélica sin consultar al Congreso debe preocuparnos a todos. No se trata solo de la legalidad de una acción específica, sino de la salud institucional de la mayor potencia militar del planeta. Si el supuesto máximo exponente del cumplimiento de la ley no acata sus propios principios constitucionales, ¿qué podemos esperar del resto del mundo?

El sistema de controles y equilibrios no puede ser simbólico. Si el Congreso no actúa, estará renunciando a su función esencial y sentando un peligroso precedente: el de una presidencia imperial, sin límites ni consecuencias. El momento exige algo más que declaraciones diplomáticas: exige responsabilidad constitucional.

El autor es máster en administración industrial y está certificado en IA generativa.


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