Solo los gritos de terror y de dolor acallan el de la metralla. Los cuerpos quedan destrozados, explotan por dentro y socavados, en desorden, abrazados algunos; otros que trataron de esconderse o huir están más cerca de las puertas o los baños. Los tableros los quebraron las balas donde había letras, colores, números. El pupitre es la fosa del maestro que ahora yace, la misma mañana que tenía planes para sus alumnos. Son cuerpos pequeños los que abundan en el suelo de los pasillos y salones, y los colmillos de las ráfagas canallas y malditas de la enajenación y la venganza, que prematuramente los entierran. Las sangres hacen ríos briosos; los ríos escriben para los ciegos, los sordos y los indolentes soldados de las armas, en los fríos cabildos de senados y congresos bien remunerados, mercenarios de la muerte.
Hoy, en Estados Unidos de América, el discurso insano de los políticos conservadores es el coro de la partitura escrita por la Asociación Nacional del Rifle y la cuestionada y controversial Segunda Enmienda, de su Constitución: “Una milicia bien organizada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas, no debe ser infringido”. Por esto, la violencia de las armas y las masacres de niños en las escuelas es una epidemia exclusiva de aquel país. Cada día, 12 niños son asesinados por la violencia de las armas y otros 32 quedan heridos de bala. Uno de cada 10 muertes por armas de fuego tiene 19 años de edad o menos. El último asalto a The Covenant School, en Nashville, Tennessee fue apenas el 27 de marzo y me temo que, para la publicación de este artículo, se haya producido otro ataque con armas automáticas de asaltos militares en manos de otros adolescentes o adultos jóvenes.
Las armas de fuego son la principal causa de muerte entre los menores de 24 años de edad en Estados Unidos. También son la causa de serios daños físicos y mentales, como consecuencias de su uso. En lo que va de este año, hasta el 1 abril de 2023, el Archivo de Violencia con Armas de Fuego (Gun Violence Archive) revela lo siguiente: muertes totales (todas las causas): 10,464; homicidios: 4,458; suicidios: 6,006; tiroteos masivos: 131; matanzas masivas: 13; número de niños (0-11 años de edad) muertos: 62, heridos: 135; número de adolescentes (12-17 años) muertos: 363, heridos: 871.
El año pasado, año 2022, aún ante las medidas de mitigación de la pandemia que nos reunió alrededor de los hogares y nos restringió el tránsito libre, en Estados Unidos hubo 1,672 niños y adolescentes muertos y 4,476 heridos por la violencia de las armas de fuego. O, en otra presentación, 995 niños menores de 11 años muertos o heridos y 5,157 niños entre 12 y 17 años, muertos o heridos. Estos números repartidos entre 647 tiroteos masivos -46 más que en cualquier año anterior desde el incidente de Columbine- corresponden a muertes de niños y adolescentes en las escuelas. Y no hablemos de las muertes accidentales de niños y adolescentes por la disponibilidad y manejo irresponsable de armas de fuego en los hogares.
En esta conversación, los padres, maestros y pediatras tienen voz alta. ¿Quiénes no los escuchan o no los quieren escuchar? Quienes pueden cambiar las leyes sobre la venta y posesión de armas en ese país: el Senado y el Congreso de Estados Unidos.
Una sociedad en romance con las armas, que se cuece en los caldos de la violencia y el razonamiento -cuando lo puede lucir- medieval y guerrerista, apunta con puntería predeterminada al desequilibrio mental de los asesinos y esquiva la verdadera razón: el acceso facilitado, no solo existente sino facilitado, a las armas de cualquier calibre, sus municiones y en cualquier lugar. Se ha estimado que 4.6 millones de niños viven en hogares donde hay por lo menos un arma de fuego cargada y desbloqueada o lista para ser disparada. Solo personas de muy pobre formación humana y educación formal pueden lucir, frente a un árbol de Navidad, su creencia religiosa y su affair con las armas, para posar con rifles automáticos en las manos de sus hijos de edades por debajo de los 8 años y sonrisas que parecen ser burla o diabólica alegría. No es si el arma se la dejó cargada, lista para disparar su munición, ni siquiera si estaba descargada, pero con la munición disponible y cercana, ni siquiera si se la dejó en un lugar de la casa que el niño de 6 años conoce y la tomaría algún día; es que se tenían una y varias armas de fuego, cuando no debiera haber ninguna, y adquiridas con mayor facilidad que una atención médica.
Aparte de los discursos de dolor temporal, las oraciones y los propósitos de medio camino, solo los padres son categóricos en sus respuestas para quienes tienen años de venir obviando la solución definitiva a tanto crimen contra tantos niños inocentes como víctimas. La terca actitud renuente de quienes son los elegidos para hacer o modificar las leyes que acaben con tanto dolor, debe llevarse a cortes internacionales sobre los derechos humanos y los derechos de los niños. El discurso de los políticos conservadores ya es burla, mueca, postergación y dilación. Todas ellas, complicidad con el crimen. Los asesinatos en masa en las escuelas norteamericanas son los genocidios y holocaustos del siglo XXI; las aulas de clase, los hornos de Auschwitz-Birkenau; los políticos de las cámaras que legislan, los esbirros de las matanzas de niños, como en los genocidios en Armenia.
No hay duda y no tenemos palabras para decirlo diferente que Estados Unidos fracasa en la protección de los derechos de los niños cuando falla en la protección a sus vidas en las escuelas, contra el tratamiento violento. Estados Unidos es el único país que no ha ratificado la Convención de los Derechos de los Niños. Ya estoy harto, como otros pediatras, de presenciar la hipocresía de la sociedad norteamericana con cada masacre, donde el dolor no les alcanza a quienes de ellos tienen en su poder pasar leyes de estricto control de armas. No les conmueve la sonrisa y la inocencia que arranca la garra del asesinato; los horribles destrozos cruentos hechos a la anatomía de estos pequeños cuerpos de niños alegres, con esas armas de asalto de guerra; la vida rota, devastada y en ruinas de sus padres y sus hermanos, que quedan para enterrarlos prematuramente y nunca sanar sus cicatrices. Merece este país que se le haga un juicio por pisotear los derechos humanos a la vida y a la felicidad de tantos niños.
El autor es neonatólogo y pediatra

