¿Quiénes son hoy las izquierdas y derechas latinoamericanas?

Es falso que la disyuntiva entre izquierdas y derechas haya perdido actualidad, pero es cierto que en los últimos tiempos su contenido y proyección ha cambiado mucho. Para apreciar en qué grado y sentido ha variado, vale recordar qué dividía el escenario político hace 50 años, a diferencia de las confrontaciones de hoy. Antes del impacto de la globalización y de la ofensiva neoliberal en los años 80 del siglo pasado, en términos muy generales desde el siglo XIX en la mayor parte de América Latina competían liberales y conservadores, aunque a veces enarbolando otros nombres (Blancos, Nacionales, Colorados, Radicales, etc.).

El tema merece tomarse unos minutos, porque a veces los análisis aún se hacen a la sombra de esa vieja caracterización al abordar fenómenos actuales.

Los partidos de esos dos campos reflejaban las tensiones entre lo tradicional y la modernidad, bajo las cuales latían anteriores y nuevas contradicciones sociales. Grosso modo, los conservadores reflejaban a la élite económica y social, a los grandes terratenientes, y defendían la continuidad de la estratificación de clases y de las tradiciones, muy vinculados a la jerarquía católica y a la cúpula militar. Adversaban los cambios sociales y promovían la estabilidad y el orden sociopolítico vigente.

A su vez, los partidos del campo liberal se vinculaban a la burguesía comercial y al capital manufacturero emergente, a los profesionales urbanos y los sectores medios, con seguidores entre quienes aspiraban a mejores medios de sustento y mayores libertades y derechos políticos. Promovían la separación entre la Iglesia y el Estado, la educación laica, las reformas agrarias, la democratización y la reducción de las desigualdades económicas y sociales. Entre ellos quedaban resabios de la revolución liberal que en siglo XIX había quedado inconclusa.

Sin perder de vista que en la diversidad latinoamericana abundan matices, en general, los partidos del campo conservador prohijaban políticas proteccionistas que defendían las propiedades e intereses criollos frente a la competencia extranjera, favorecían el mantenimiento de grandes latifundios, así como la inversión extranjera en infraestructura cuando no amenazaba el control de las élites locales, y priorizaban la estabilidad monetaria y fiscal, evitando las políticas que pudiesen generar inflación o endeudamiento.

A su vez, los liberales abogaban por el libre comercio y la reducción de aranceles para propiciar la competencia y la innovación, promovían reformas agrarias para redistribuir la propiedad agraria y ampliar el mercado interno, procuraban la industrialización, la diversificación económica y la reducción de la dependencia de la exportación de materias primas, y se interesaban en la educación y salud públicas para impulsar la formación de capital humano.

Pero no siempre ese cuadro comparativo fue nítido, en un continente donde no faltaban las distorsiones causadas por el clientelismo y la corrupción. Además, se dieron algunas grandes excepciones, producto de sus respectivas historias locales, como lo fueron el nacionalismo revolucionario mexicano y su réplica peruana en el aprismo original, así como el trabalhismo (laborismo) brasileño y el peronismo como grandes partidos obreros no socialistas. Tuvieron en común hacerse cargo, en sus respectivos países, de gran parte de la agenda liberal.

Además, tras el arribo de inmigrantes y la influencia de las internacionales políticas europeas, aparecieron partidos socialistas y comunistas que, aunque minoritarios, en determinadas coyunturas alcanzaron influencia temporal sobre algunas movilizaciones populares. La socialdemocracia europea encontró afinidades entre algunos liberales locales. La Internacional Socialdemócrata apadrinó a la Acción Democrática venezolana y a los partidos Socialista y Radical chilenos –ligados al ámbito liberal–, así como la Internacional Demócrata Cristiana auspició al PDC chileno y al PAN mexicano, procurando modernizar la tradición conservadora.

Sin embargo, tras un largo siglo, todo ese gran esquema sufrió un revolcón y desapareció en un santiamén, en el tumulto de los años 80.

En ese decenio empezaron a sentirse los mayores efectos socioeconómicos de la tercera y la cuarta revolución científico-técnica cuando, en los países industrializados, los rápidos progresos en las comunicaciones, telecomunicaciones, digitalización y los transportes hicieron posible interconectar rápidamente, a gran escala, los centros de producción y mercados del mundo. Fue la base del fenómeno que se conoció como la globalización. Esta quizás pudo ser de amplio beneficio para todas las naciones, pero, sujeta a los intereses, propósitos y dominio de las grandes potencias capitalistas, lo que implantó fue un sistema mundial de explotación de los países más desarrollados sobre el resto de la humanidad: la globalización neoliberal.

Fue en este contexto que en los años 80 la colaboración de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret Thatcher unieron esfuerzos para impulsar su estrategia neoliberal, implementada no solo por el poder estadounidense y británico, sino con la ayuda del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales. A lo largo de la crisis de la deuda externa y una rápida serie de quebrantos financieros, a las cuales solo ellos ofrecían salida, impusieron el acatamiento de un conjunto de normas: las de la globalización neoliberal: achicar las facultades y funciones de los Estados y cederlas a la “mano invisible” de los mercados (la de quienes controlan los mercados, que no son invisibles), privatizar cuantiosos bienes públicos y la gestión pública en general, reducir los aranceles y desproteger los mercados nacionales, dando lugar a gobiernos más débiles para gestionar los conflictos distributivos, proteger los bienes públicos y los consumidores, el territorio, las políticas públicas y el medio ambiente.

Suelen citarse los devastadores efectos sociales que el tsunami neoliberal tuvo para la economía popular en la gran mayoría de las naciones, incluso en los países desarrollados. No es necesario reiterar aquí la descripción de la enorme tragedia humana que ello causó; el lector sabe –porque padeció sus efectos– qué fue la “década perdida” de los años 80 y 90 y qué fue y ¿Qué fue y aún es el neoliberalismo? ¿Pero cuáles fueron sus efectos sobre los partidos políticos de la época?

La mayoría de los partidos liberales adoptaron políticas de amplia apertura económica, reducción de aranceles y libre comercio, legitimaron y apoyaron la privatización de empresas estatales con el pretexto de que el sector privado sería más eficiente, y participaron en desregulación de las economías, favoreciendo la marginación del papel del Estado en el control de la economía.

Aunque inicialmente algunos partidos conservadores se resistieron a la desregulación, al cabo apoyaron las políticas de ajuste estructural para estabilizar la economía, y promovieron la inversión extranjera directa como medio de modernizar la economía, y patrocinaron reformas fiscales para reducir el déficit y la inflación, alineándose según las “recomendaciones” del FMI, el Banco Mundial y el BID. Se inició una época de desnacionalización: muchas empresas de capital nacional pasaron a manos de capitales extranjeros.

Así, al alinearse los partidos de ambos campos, más pronto que tarde se quedaron indiferenciados -fusionados-, perdieron el significado político y el aliento electoral que antes tuvieron, se hicieron marginales e incluso languidecieron. Algo similar le sucedió a los partidos socialdemócratas: al asumir el credo neoliberal, perdieron significación propia, confundiéndose con los del campo liberal. Incluso partidos representativos de las grandes excepciones históricas latinoamericanas como el PRI mexicano, el peronismo, el aprismo, el figuerismo y el torrijismo fueron arrastrados por el tsunami neoliberal y dejaron de tener el sentido político y el peso electoral de sus pasados tiempos. El oportunismo clientelista corrompió y reemplazó a la ideología.

En consecuencia, el espectro político tradicional quedó desplazado por una nueva derecha, uniformada por la ideología neoliberal hegemónica en el discurso de los organismos financieros internacionales, replicado por el discurso político y mediático de moda, crecientemente reflejado en las legislaciones nacionales y las normativas políticas locales. Muchas de las siglas políticas y electorales que por decenios habían dominado el teatro político perdieron el sentido que las distinguía, menguaron o hasta perecieron, reemplazadas por siglas nuevas a la medida de actores reconvertidos o recién surgidos, como empresarios o aventureros supuestamente outsiders de nuevo cuño en la escena política.

Por otra parte, en algunos casos, la ideología y la práctica neoliberales fueron implantadas a ultranza a través de regímenes dictatoriales represivos, como los impuestos en Argentina y Chile.

Esa homogenización no ocurrió en una parte de los partidos y corrientes del campo de la llamada nueva izquierda.

Como se recuerda, durante las últimas décadas del siglo XX tanto Estados Unidos como la Unión Soviética sufrieron un agobiante creciente desgaste por el costo de su gravosa competencia –económica, política, militar, etc.– por la supremacía mundial. La larga y costosa Guerra Fría entre ambas superpotencias y sus aliados también agotó al Estado de Bienestar europeo y norteamericano, además de privar de recursos a las economías latinoamericanas y de los países del “campo socialista”.

Sin embargo, en la década de los años 80, la adopción de las políticas neoliberales le permitió a Estados Unidos y sus aliados prorratear a escala mundial los costos de su gravosa competencia con Moscú. Mientras, en la URSS el agobiado gobierno de Mijaíl Gorbachov emprendió el ruinoso camino de la perestroika o reestructuración, que a su vez desquició y desarticuló al Estado soviético, llevándolo a colapsar en 1991. Su desplome erosionó tanto el prestigio como la identidad interna de gran parte de los partidos comunistas que en Europa y América habían alcanzado alguna presencia.

El colapso soviético tuvo un alto costo político para esa parte de las izquierdas –la izquierda tradicional–, ya que por muchos años los comunistas habían planteado a la URSS como su modelo y referente (a pesar de que las primeras generaciones de socialistas latinoamericanos –Mariátegui, Aníbal Ponce– que habían sustentado sus propuestas políticas con base en sus propios méritos, sin hacerla depender de un modelo foráneo). Así, en los años 90 esa merma del prestigio de esta izquierda debilitó su capacidad de denuncia y resistencia frente a la ofensiva neoliberal.

Por un lado, la insuficiencia del “socialismo real” para liquidar las secuelas del estalinismo y mostrar mejoras fehacientes en la vida y desarrollo de las naciones afines a la URSS, por otro, así como ante la pérdida de vitalidad del Estado de Bienestar socialdemócrata. En ambos casos, el neoliberalismo culpaba a la supuesta incompetencia del Estado y de las empresas públicas, exaltando y exaltaba tanto la libertad de mercado como el pretendido éxito de la empresa privada desregulada, cuya mayor expresión serían las trasnacionales deslocalizadas o globales. No obstante, mientras se evidenció una rápida bonanza para los grandes inversionistas –los globalizadores–, la economía popular y de la clase media, y la situación de los países subdesarrollados –los globalizados–, sufrió una dolorosa erosión.

Así las cosas, a finales del primer decenio del siglo XXI en América Latina los partidos tradicionales estaban neutralizados por el tsunami neoliberal, pero la situación popular tenía sobrados motivos para denunciar y rechazar las perversiones y calamidades ocasionadas por las políticas neoliberales. En esas condiciones, correspondió sobre todo a las organizaciones y voceros de una llamada “nueva izquierda” darle voz y argumentos a ese sentimiento de las capas medias y el proletariado.

A la conformación de esa nueva izquierda contribuyeron en la época disímiles actores, como una cultura académica de izquierda acumulada en las universidades públicas y el movimiento estudiantil, las agrupaciones políticas influenciadas por los sucesos revolucionarios europeos de 1968 –especialmente las llamadas Primaveras de Praga y de París–, así como por lo que se conoció como el llamado Eurocomunismo, y por el fidelismo y el guevarismo nostálgicos remanentes de la época de las guerrillas, la literatura trotskista, la izquierda cristiana promovida por la iglesia popular y teología de la liberación, así como segmentos residuales del nacionalismo revolucionario y de la izquierda liberal, un amplio conglomerado de corrientes que en su conjunto no se sintió desarbolado sino emancipado por el naufragio del marxismo soviético.

Este abigarrado conjunto de fuerzas coincidió en ser el más asiduo y fogoso crítico tanto de las deficiencias teóricas y técnicas de la dogmática neoliberal como de las pérdidas de patrimonio nacional de cada país -de las privatizaciones como desnacionalizaciones- y de la crisis de la soberanía y la autodeterminación nacionales, a la vez que de los desastres sociales precipitados por la aplicación de las políticas neoliberales –desempleo, carestía, suicidios por deudas, desmantelamiento del movimiento obrero y eliminación de derechos sociales adquiridos, etc.

Por lo tanto, ante amplios sectores sociales, los voceros y representantes de estos grupos pasaron a ser las figuras y nombres diferentes y contrastantes respecto al coro indiferenciado y desprestigiado de las organizaciones y actores políticos tradicionales. Lo que explica que en muchos países, al volver a convocarse a elecciones, estos fueron las voces y rostros potencialmente diferentes contrarios a “los mismos de siempre”, justificadores e instrumentadores de la tragedia social en curso.

Así, fue bastante lógico que en el período de 1998 a 2008 muchos electores votaran por los candidatos de esa nueva izquierda.

En esos diez años, en muchos países de la región latinoamericana, diversos candidatos críticos del sistema político imperante, procedentes de la izquierda o centroizquierda, ganaron las elecciones en sus países o estuvieron cerca de lograrlo. A simple vista, eso pudo dar pie a una exagerada impresión de que los electores latinoamericanos se habían sumado masivamente a esa opción política.

Más que eso, estas mayorías prefirieron votar por los candidatos críticos de la mala situación existente, ya sintiéndose menos prejuiciadas por los antecedentes de esos candidatos. Además, tras la desaparición del bloque soviético, la propaganda anticomunista había perdido incidencia. Muchos votantes estuvieron más abiertos a probar suerte con la clara opción de cuestionamiento opuesta a las élites que desde el gobierno habían causado su situación. Al preferir la alternativa contraria a la casta política gobernante, la mayoría eligió candidatos que venían de la izquierda o triunfaron con su apoyo, o de una de sus partes.

Sin embargo, esta rebelión antiélite llevó a esa izquierda al Gobierno, pero no al Poder. A dominar el ejecutivo sin dominar al parlamento, ni al órgano judicial. O en otros casos, por ejemplo, al llegar al gobierno nacional sin dominar la mayoría de los estados federales y alcaldías... ni a las fuerzas armadas. Tal como en las victorias de Lula en Brasil –no por menos brillantes–, que implicaron que el poder legítimamente logrado en esas elecciones era un poder sujeto a limitaciones de facto.

Así, esto implicó que los representantes de la derecha política sufrieron un revés en las elecciones, pero sin que la derecha económica perdiera sus medios empresariales y financieros de poder efectivo, ni su dominio de los medios fundamentales de comunicación periodística e influencia sociocultural.

La oleada latinoamericana de victorias electorales no fue, pues, resultado de una situación revolucionaria. No fue una insurrección de masas como la que siguió.

En Cuba, a la ofensiva final del Ejército Rebelde en 1959, que se tradujo en una derrota total de la derecha y la posibilidad de intervenir casi todas las instancias del poder (económicas y financieras, policiales y militares, políticas e institucionales, mediáticas, etc.), lo que implicó un cambio completo del sistema de poder. A esto se sumó en ese momento la promesa soviética de apoyar el proceso revolucionario.

La oleada progresista latinoamericana de 1998-2008 no fue más que lo que en efecto fue: una victoria electoral suficientemente categórica como para ser reconocida y acatada, lo que permitió el traspaso del Órgano Ejecutivo, una parte del Legislativo y algunos gobiernos locales, pero sin derrotar a la derecha como tal en todas sus estructuras de poder.

Esto no subestima, sino que destaca la significación de las victorias logradas. Primero, porque la izquierda no había tenido antes tales éxitos, ni casi nunca las élites y las derechas latinoamericanas habían sufrido y reconocido semejantes reveses. Segundo, y sobre todo, porque las realizaciones de esos nuevos gobiernos de izquierda no fueron poca cosa.

En distinto grado, según las diferentes realidades nacionales, la gestión progresista logró una relevante mejora de la soberanía popular y de la ciudadanía. A la vez, implicó significativos progresos en la lucha contra la desigualdad, la pobreza, el hambre, las marginaciones y discriminaciones, así como mejoras en el acceso popular al empleo, a la educación general y especializada, a los servicios sociales de salud y a la vivienda. Por primera vez en muchos años, millones de pobres pudieron comer tres veces al día.

Esto fue posible porque la nueva forma de gestión pública reivindicó las responsabilidades sociales y la autoridad del Estado frente al mercado, achicadas tras el tsunami neoliberal, que las había deprimido, en obediencia a su dogma de inflar “tanto el mercado como sea posible y achicar al Estado a tan poco como sea indispensable”.

Al mismo tiempo, la independencia y autodeterminación de nuestros países, y la solidaridad inter-latinoamericana, alcanzaron grandes avances, limitando, como lo reflejaron la constitución de Unasur y la Celac, el tradicional control imperial de nuestro continente frente a las contra-iniciativas estadounidenses y europeas.

Dos fueron las mayores críticas de la izquierda radical contra la gestión progresista: una fue no haber decidido dar el “asalto final” para convertir esa oportunidad en una Revolución que cambiara revolucionariamente el sistema capitalista por el socialismo. Esto, sin embargo, hubiera significado desacatar la voluntad democrática de sus electores, quienes no votaron por hacer la revolución ni estaban en disposición de sostener esa opción, si esa hubiera sido la decisión de los líderes progresistas. Para hacerlo posible, antes habría sido necesario desarrollar una etapa de transición hacia una nueva cultura política en las respectivas sociedades, cosa que no había sucedido, ni ocurre actualmente.

Así, desde el inicio del siglo XXI, el progresismo, en sus distintas variantes nacionales, se confirmó como el mayor desafío al neoliberalismo en América Latina. Otra crítica fue que los gobiernos progresistas aprovecharon el alto precio de las materias primas en esos años para obtener altos beneficios mediante su exportación, invirtiendo esas ganancias en el fortalecimiento y ampliación de servicios sociales, en lugar de procesar esas materias primas para convertirse en países industrializados que exportaran productos ya manufacturados, saliendo de la estructura primario-exportadora. No se critica, sin embargo, que en los países donde el progresismo no ganó las elecciones, las élites sí lo hicieron, para beneficio de las respectivas burguesías.

Lejos quedaron los tiempos en que el liberalismo y los conservadores tipificaban el panorama político regional. El neoliberalismo hoy sustituye y degrada al viejo liberalismo y constituye el principal portaestandarte de la reacción conservadora y sus delirios mesiánicos. En algunos países, aún lo hace subdividido en dos o más siglas partidistas que suman las mismas garras del mismo buitre, como los blancos y los colorados en Uruguay, o el PAN y el PRI en México.

Y al mismo tiempo, el progresismo constituye el único campo de masas en que las izquierdas se conjugan como la fuerza conjunta capaz de desafiar y derrotar democráticamente a esa nueva derecha, restablecer un Estado socialmente responsable y fuerte, y defender la tradición anticolonialista latinoamericana, como el Frente Amplio uruguayo, o Morena en México y su incesante batalla cultural ante los epígonos del neoliberalismo transnacional. No hay terceras opciones, sino residuos de pasados tiempos, que buscan acomodo en este panorama dual.

El autor es profesor y diplomático.


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