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Rebelión en la granja, ¡ya!

Cuando cayó el fascismo europeo durante la Segunda Guerra Mundial —concretamente tras la derrota definitiva del régimen nazi en Alemania, en mayo de 1945— el periódico mexicano Excélsior, uno de los más importantes de América Latina en ese momento, publicó una edición histórica con un titular de una sola palabra en primera plana: “¡Ya!”. Este titular, aunque breve, contenía una carga emocional, política y moral muy profunda. Era una palabra colmada de alivio, justicia histórica y también de un llamado a la reflexión.

“¡Ya!” marcaba el final de años de sufrimiento bajo el fascismo, una ideología basada en el autoritarismo, el racismo, la opresión y la guerra. La Segunda Guerra Mundial dejó más de 60 millones de muertos, incluidos los 6 millones de judíos asesinados en el Holocausto. Ese titular sigue siendo poderoso incluso hoy. En contextos donde los pueblos enfrentan autoritarismos, corrupción o injusticias prolongadas, “¡Ya!” puede representar el grito colectivo de cansancio, de lucha, de cierre de un ciclo de dolor.

Las dictaduras en Cuba y Venezuela han marcado profundamente la historia política, social y económica de América Latina. Aunque distintas en sus contextos históricos, ambas han compartido un común denominador: la influencia del comunismo, particularmente del modelo soviético. Desde la llegada al poder de Fidel Castro en 1959 hasta el ascenso de Hugo Chávez en 1999, el comunismo se ha manifestado en formas autoritarias que han debilitado las instituciones democráticas. Vale la pena revisar brevemente los orígenes de estas dictaduras y cómo la ideología comunista, impulsada inicialmente por la Unión Soviética y luego sostenida por intereses rusos, sigue influyendo en la región.

Los primeros síntomas de represión de la Revolución Cubana comenzaron poco después del triunfo del movimiento liderado por Fidel Castro. Aunque la revolución fue recibida inicialmente con entusiasmo, especialmente por su promesa de justicia social y equidad, pronto se evidenciaron prácticas autoritarias. Además de la creación de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) en los años 60 —que marcaron un punto crítico de represión contra religiosos, homosexuales y disidentes—, hubo varios otros indicios tempranos.

Tras la caída de Batista, se llevaron a cabo juicios revolucionarios contra militares, funcionarios y simpatizantes del régimen anterior. Muchos de estos procesos fueron sumarios, sin garantías judiciales plenas, y derivaron en condenas a muerte por fusilamiento. Si bien algunos lo justificaban como justicia revolucionaria, otros —dentro y fuera del país— lo consideraron actos de represión. En 1960 comenzaron a clausurarse emisoras de radio, periódicos y canales de televisión que no estaban alineados con el discurso oficial. La prensa libre fue progresivamente eliminada, dejando al Estado como único emisor autorizado de información.

La confiscación de propiedades privadas —incluyendo tierras, negocios y empresas— afectó tanto a grandes empresarios como a pequeños propietarios. Muchos lo vivieron como una forma de represión económica, especialmente aquellos considerados “contrarrevolucionarios”. Desde muy temprano, quienes expresaban críticas al gobierno revolucionario eran vigilados, detenidos o encarcelados. Intelectuales, periodistas, políticos y ciudadanos comunes fueron catalogados como “gusanos” o enemigos del pueblo.

Se promovió la formación de una juventud alineada con los principios del marxismo-leninismo. Estudiantes y profesores que no comulgaban con la ideología oficial eran apartados o sancionados. Y este es solo un breve recuento.

La incidencia del comunismo en temas de seguridad nacional en América Latina debe ser analizada con detenimiento. En países como Cuba, Venezuela y Nicaragua, los gobiernos comunistas o de inspiración marxista han utilizado la seguridad nacional como excusa para militarizar la sociedad y perseguir la disidencia interna. La seguridad del Estado se ha confundido con la seguridad del régimen, justificando así: la creación de servicios de inteligencia poderosos (como el G2 cubano o el SEBIN venezolano), el espionaje y la vigilancia de ciudadanos comunes, la represión de protestas y manifestaciones pacíficas, y el encarcelamiento de opositores políticos.

Esto ha erosionado los derechos civiles y ha generado un clima de temor, afectando gravemente la convivencia democrática y la seguridad ciudadana, y provocando un colapso institucional que ha abierto la puerta al crimen organizado.

En Venezuela, el colapso del Estado de derecho bajo el chavismo ha permitido que grupos armados irregulares —como colectivos, milicias e incluso organizaciones narcoterroristas como el ELN o disidencias de las FARC— operen libremente. Esta situación ha tenido consecuencias regionales, como el tráfico de armas y drogas hacia Colombia, Centroamérica y el Caribe. También ha ofrecido refugio seguro a insurgentes protegidos o tolerados por el gobierno venezolano. Y en su peor manifestación, ha generado una migración masiva e incontrolada que presiona los sistemas de seguridad y servicios públicos de los países vecinos.

La incidencia del comunismo en la seguridad nacional ha sido negativa en la mayoría de los casos, al fomentar la militarización, el autoritarismo, la represión, las alianzas peligrosas y la desestabilización interna. Lejos de proteger al pueblo, estos regímenes han usado la seguridad nacional para perpetuarse en el poder a cualquier costo. Esto exige que los países democráticos de la región fortalezcan su institucionalidad, cooperen en materia de inteligencia y garanticen el respeto a los derechos humanos como base de su seguridad real.

La Revolución Cubana de 1959 fue presentada como un movimiento de liberación nacional contra la dictadura de Fulgencio Batista. Sin embargo, rápidamente se transformó en un régimen de partido único liderado por Fidel Castro, con una orientación claramente marxista-leninista. Desde sus primeros años, Cuba se alineó con la Unión Soviética, adoptando su modelo político, económico y militar.

El establecimiento de un sistema de planificación centralizada, la represión de la disidencia y la supresión de las libertades políticas caracterizaron la dictadura cubana. El régimen se justificó bajo el discurso de la lucha contra el imperialismo, pero en la práctica ha significado décadas de represión, pobreza estructural y exilio masivo. El respaldo soviético fue clave para mantener el poder en la isla, tanto mediante ayuda económica como a través del entrenamiento de fuerzas represivas.

A diferencia de Cuba, Venezuela tuvo una historia democrática durante gran parte del siglo XX. No obstante, a finales de los años 90, el descontento social por la corrupción y la desigualdad propició la llegada al poder de Hugo Chávez, un militar golpista que instauró la llamada “Revolución Bolivariana”.

Inspirado en el modelo cubano, Chávez profundizó el control del Estado sobre la economía, debilitó las instituciones democráticas y concentró el poder en el Ejecutivo. Su alianza con Fidel Castro fue simbólica y estratégica: Venezuela suministraba petróleo a Cuba, mientras esta le enviaba asesoría política, médicos y agentes de inteligencia.

Bajo Nicolás Maduro, Venezuela continuó el camino autoritario, con elecciones cuestionadas, persecución a la oposición, censura de medios y una crisis humanitaria sin precedentes. El respaldo ruso, especialmente en los últimos años, ha sido vital para sostener al régimen mediante acuerdos armamentistas, apoyo diplomático y financiamiento indirecto.

Aunque la Unión Soviética colapsó en 1991, la ideología comunista no desapareció. Más bien, se adaptó a nuevas realidades geopolíticas. Rusia, bajo el liderazgo de Vladimir Putin, ha buscado recuperar influencia en América Latina como parte de su estrategia global para contrarrestar la hegemonía de Estados Unidos y la OTAN.

Moscú ha cultivado relaciones con gobiernos autoritarios de la región como Nicaragua, Venezuela y Cuba. Mediante acuerdos militares, inversiones estratégicas y campañas de desinformación digital, intenta proyectar poder e influir en los procesos políticos latinoamericanos. Esto se evidencia en la presencia de medios rusos como RT en español, en la defensa de regímenes autoritarios y en el apoyo a movimientos políticos de izquierda radical.

Además, el legado del comunismo sigue vivo en ciertos sectores ideológicos que lo consideran una alternativa al capitalismo liberal. Aunque los modelos cubano y venezolano han mostrado graves fallos, algunos movimientos latinoamericanos aún los ven como referentes de “resistencia antiimperialista”.

En Rebelión en la granja, de Orwell, los cerdos representan a los líderes que traicionan los ideales por los que se luchó. Esta metáfora refleja cómo algunos políticos llegan al poder con promesas falsas y luego olvidan el bienestar del pueblo, tal como Napoleón traicionó los principios de igualdad y justicia en favor del poder personal.

No podemos seguir eligiendo cerdos que prometen repartir el grano para todos, pero que al final se sirven banquetes en la casa de los humanos y dejan vacíos los comederos del resto de los animales. Un verdadero gobierno debe parecerse al granjero justo que cuida la tierra, protege a su rebaño y no olvida que sin armonía y bienestar en el corral, no hay granja que prospere.

La historia de Cuba y Venezuela nos deja una dura lección: no todo lo que se presenta como liberación termina siendo libertad. Bajo el lema de justicia social, muchos cubanos celebraron el triunfo revolucionario con esperanza. Pero pronto, las promesas de equidad se convirtieron en censura, las voces libres fueron silenciadas, y el pueblo que soñaba con ser dueño de su destino terminó siendo vigilado y reprimido.

En Panamá, debemos estar atentos. Las ideas que suenan nobles pueden esconder prácticas autoritarias si no se les exige transparencia, pluralismo y respeto por los derechos humanos. No dejemos que la necesidad ni el cansancio nos hagan ceder nuestra democracia a discursos populistas que prometen mucho, pero exigen obediencia ciega.

La verdadera justicia no se impone con miedo. El verdadero progreso no anula la diferencia. Que no se repita aquí lo que tantos aún sufren allá. Que la historia de Cuba y Venezuela no sea la advertencia que ignoramos.

Latinoamérica no puede seguir desoyendo las lecciones del pasado. Donde el comunismo se impone, la libertad se desvanece, la economía se estanca y la represión se convierte en norma. No podemos permitir que nuevas generaciones hereden el miedo, el silencio y la miseria disfrazada de igualdad. Es momento de abrir los ojos, defender la democracia y actuar con firmeza: ¡ya!

La autora es poeta y narradora.


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