En los últimos días, la página de Instagram Lo último aquí, que reúne sobre todo noticias de la provincia de Veraguas, ha publicado una imagen que incita abiertamente a la violencia en la crianza de niños y jóvenes. El comentario, junto a la imagen —que es aterradora y bastante aberrante—, dice: “En Santiago lo que hace falta es cuero parejo para estudiantes que no se aconductan”.
Las redes sociales han pasado de ser un medio de comunicación y entretenimiento a convertirse en un escenario donde se refuerzan conductas nocivas y violentas, especialmente hacia los menores de edad. En la provincia, esta situación se ha agudizado bajo la peligrosa idea de que “acorralar” o “aconductar” a los niños y adolescentes mediante la humillación, la burla o incluso el odio público es un método válido de corrección.
Este fenómeno no es casual. En las plataformas digitales, los discursos de odio encuentran un espacio fértil, pues se comparten de manera inmediata y sin filtros. Lo más preocupante es que muchos adultos justifican su comportamiento hostil bajo la premisa de que los menores necesitan mano dura, disciplina extrema o escarmientos públicos para “aprender a comportarse”. Tal razonamiento, lejos de educar, genera un clima de violencia que vulnera los derechos de los más jóvenes y normaliza la crueldad en la vida cotidiana.
Quizás es por eso que, en este territorio, hayamos normalizado las peleas callejeras, grabar acciones violentas para difundirlas en vez de tratar de ayudar, o contribuir a la difamación de jóvenes y niños vinculados a estos actos. Y más que verlo como un grave problema social, lo percibimos como algo que ya es parte de la cotidianidad del veragüense. Quizás también el alto índice de abuso infantil, de violencia doméstica, feminicidios y otros males afines tienen su raíz en esa educación basada en la violencia, a la cual ya es muy común aplaudir por estos lares.
En Panamá, son comunes los casos en los que circulan videos o publicaciones que exponen a adolescentes por errores escolares, actitudes rebeldes o incluso por su forma de vestir. Estos contenidos suelen estar acompañados de comentarios agresivos que los ridiculizan o condenan, muchas veces con frases como “para que aprenda” o “así se forman los hombres/mujeres de verdad”. No obstante, lo que realmente se fomenta es el odio social hacia un grupo vulnerable que no cuenta con las herramientas emocionales ni legales para defenderse de estas agresiones.
La violencia digital no se queda en el mundo virtual. Las humillaciones y ataques que sufren los menores en redes sociales repercuten en su salud mental, en su autoestima y en sus relaciones sociales. Se han documentado casos de depresión, ansiedad y aislamiento social provocados por estas dinámicas. Además, el discurso de odio contra los menores legitima un modelo de crianza y educación basado en la violencia, contradiciendo los esfuerzos de organismos internacionales y nacionales que promueven una cultura de respeto y protección de la niñez.
La raíz del problema también está en la falta de conciencia social y en la permisividad de las plataformas. Muchos usuarios panameños ven las redes como un espacio sin consecuencias, donde insultar o ridiculizar a un niño es solo “un chiste” o “una manera de corregirlo”. Esta visión refleja un vacío educativo en el uso responsable de las tecnologías y en el reconocimiento de los derechos de los menores como sujetos de respeto.
Es urgente replantear el papel de las redes sociales en nuestra sociedad. No se puede seguir tolerando que el odio y la violencia digital se disfracen de disciplina o corrección. La educación, la empatía y el acompañamiento familiar y comunitario deben ser los pilares para la formación de los menores, no el escarnio público. En Panamá se necesitan políticas claras que regulen la exposición de niños y adolescentes en redes, así como campañas de sensibilización que promuevan la crianza respetuosa y el uso ético de las plataformas digitales.
La violencia no conduce al respeto; conduce al miedo y al dolor. Pretender que el odio en redes sociales “aconducta” a los menores es, en realidad, perpetuar un círculo de maltrato que marcará sus vidas. Panamá debe reconocer esta problemática y actuar con responsabilidad, porque proteger a los más jóvenes no es un acto opcional: es un deber social y humano.
En pleno siglo XXI, resulta alarmante que aún se justifique la violencia como método de crianza. Muchos adultos creen que los golpes, los gritos o las humillaciones “corrigen” a los niños y los preparan para la vida. Nada más lejos de la verdad. Lo que realmente logra la violencia es perpetuar el miedo, sembrar resentimiento y criar generaciones incapaces de resolver conflictos sin recurrir a la agresión.
Un niño no aprende a respetar a través del dolor, sino a temer. Y el temor jamás se traduce en disciplina auténtica, sino en obediencia forzada que se rompe en cuanto la figura de autoridad desaparece. Lo grave es que ese aprendizaje se traslada al futuro: quien crece creyendo que la fuerza otorga poder repite ese patrón en la escuela, en sus relaciones y, eventualmente, en su propio hogar. Así se construye una sociedad donde la violencia se normaliza y se hereda de generación en generación.
Quienes defienden la crianza violenta suelen afirmar que “así me criaron y estoy bien”. Pero basta mirar a nuestro alrededor para cuestionar ese argumento. ¿Acaso vivimos en comunidades libres de agresión? ¿Acaso las calles, las escuelas y los hogares son espacios pacíficos? La realidad muestra lo contrario: somos sociedades que aún luchan contra la intolerancia, la falta de empatía y la incapacidad de dialogar. Y esa herida tiene su raíz en la forma en que criamos a nuestros niños.
Es hora de reconocer que criar con violencia no es educar, es condenar. La verdadera educación se construye desde el amor, la coherencia y el respeto. Establecer límites no requiere golpes, sino firmeza y comunicación. Orientar a un niño no significa infundirle miedo, sino guiarlo con el ejemplo y ofrecerle herramientas emocionales para enfrentar la vida con madurez.
La pregunta es sencilla: ¿qué sociedad queremos? Si aspiramos a un futuro más justo y humano, debemos abandonar la crianza violenta y apostar por métodos que cultiven la empatía, la responsabilidad y la paz. Porque los niños de hoy serán los adultos de mañana, y su manera de relacionarse con el mundo dependerá de lo que podamos enseñarles.
La educación basada en la violencia es perjudicial para la sociedad, ya que reproduce el ciclo de la violencia. Los niños que crecen bajo maltrato físico o psicológico tienden a normalizar la agresión como forma de resolver conflictos. En la adultez pueden repetir esos patrones con sus hijos, parejas o en la comunidad. Además, afecta la salud mental y genera miedo, ansiedad, baja autoestima y desconfianza. Una persona marcada por el maltrato tiene menos capacidad para desarrollarse plenamente y aportar positivamente a la sociedad.
Si la base de la educación es el castigo violento, se forman ciudadanos inseguros, resentidos o agresivos. Esto provoca más conflictos, intolerancia y falta de solidaridad. Además, está demostrado que limita el aprendizaje real y bloquea la creatividad y la motivación. Un niño que aprende a obedecer solo para evitar golpes no desarrolla pensamiento crítico ni autonomía, cualidades necesarias para una sociedad justa y democrática.
Vivimos hablando de derechos humanos, pero ¿acaso no tienen los niños panameños derecho a una educación en un entorno seguro y respetuoso? Una sociedad que tolera la violencia contra ellos está debilitando sus propios valores de justicia y dignidad.
La educación violenta no solo lastima al individuo, sino que daña la estructura social. Una sociedad que educa con respeto y diálogo forma ciudadanos libres, empáticos y capaces de construir comunidades más pacíficas y prósperas.
La autora es poeta y narradora.

