Hay prácticas sociales que no sobreviven por su virtud, sino por su comodidad. En Panamá, una de las más persistentes es el chisme moralizado: ese ejercicio cotidiano que permite juzgar sin evidencia, insinuar sin responsabilidad y, paradójicamente, sentirse ofendido cuando la persona aludida decide responder. No suele presentarse como rumor —eso sería demasiado directo—, sino como “opinión”, “preocupación sincera” o el habitual “yo no lo digo por mal”. La intención, por supuesto, siempre es impecable; el daño, apenas un detalle secundario.
Esto cobra especial relevancia en un país pequeño, donde todo circula rápido y la palabra pesa más de lo que a veces se reconoce. En Panamá, un comentario ligero puede transformarse en sentencia social, y una insinuación repetida adquiere rango de verdad no porque esté probada, sino porque fue dicha muchas veces y en los espacios adecuados. Así, el juicio termina reemplazando al pensamiento y la costumbre al criterio.
Desde la lógica, el fenómeno resulta revelador. Se habla sin pruebas, pero se exige silencio ajeno; se lanza la insinuación, pero se condena la réplica. En este esquema, preguntar ya es visto como provocación y responder como falta de respeto. La palabra circula libremente siempre que no regrese a quien la emitió. No hay diálogo, solo eco. Y el eco, como se sabe, repite sin comprender.
La ética, en este escenario, suele quedar relegada. Convertir la reputación ajena en tema de conversación se ha normalizado hasta parecer parte del paisaje social. Se utiliza al otro como medio para entretener, desahogarse o ganar posición moral, todo sin el incómodo requisito de asumir consecuencias. Pedir disculpas, en cambio, se interpreta como debilidad. Rectificar aún se confunde con perder, cuando en realidad es una de las pocas formas auténticas de ganar en dignidad.
A esto se suma una confusión particularmente conveniente entre crítica y agresión. Quien habla primero se asume valiente; quien responde, problemático. El que insinúa es “franco”; el que argumenta, “conflictivo”. En Panamá, donde la armonía aparente suele valorarse más que la claridad, el silencio se convierte en señal de buena educación y la reflexión en una incomodidad innecesaria. El resultado es un espacio público ruidoso, pero intelectualmente frágil.
Desde la filosofía, Friedrich Nietzsche (1844–1900) ofrece una lectura sugerente: el juicio constante sobre la vida ajena suele ser síntoma de resentimiento bien administrado. Donde no hay proyecto propio, aparece la vigilancia moral sobre los demás. El chisme ofrece una sensación inmediata de poder simbólico: no construye nada, pero hace sentir relevante por un momento. Es autoridad sin mérito y protagonismo sin esfuerzo.
El problema es que esta práctica no se queda en lo personal; se vuelve cultural y termina afectando el desarrollo del país. Una sociedad que normaliza el juicio sin evidencia debilita la confianza, empobrece el debate y desalienta la excelencia. El talento incomoda, la diferencia molesta y el pensamiento riguroso estorba. Así, mucha de la energía que podría destinarse a crear, mejorar o discutir ideas se desperdicia en rumores, susceptibilidades y ofensas mal gestionadas.
No se trata de prohibir la opinión, sino de exigirle altura. Expresarse implica responsabilidad; sostener una postura implica argumentos; aceptar una respuesta implica reconocer que nadie es infalible. Sin embargo, esto exige una virtud poco practicada: humildad intelectual. Mucho más sencillo es declararse ofendido, victimizarse y dar la conversación por cerrada.
Pedir disculpas, en este contexto, roza lo subversivo. No porque humille, sino porque revela algo intolerable: la posibilidad de haberse equivocado. Defenderse, por su parte, sigue siendo interpretado como ataque personal, cuando en realidad es un gesto elemental de dignidad.
El progreso cultural de Panamá no nacerá del juicio cómodo ni del silencio impuesto, sino del pensamiento riguroso y del uso ético de la palabra. Mientras sigamos confundiendo chisme con criterio, reacción con razón y orgullo con dignidad, hablaremos mucho y avanzaremos poco.
Tal vez el verdadero cambio comience cuando aceptemos algo básico: en un país pequeño, la palabra pesa más. Usarla sin ética no es franqueza, es descuido. Y pensar antes de juzgar no es pedantería intelectual, sino una responsabilidad cívica mínima.
La autor es profesora de filosofía.

