Como siempre, la educación panameña vuelve al centro del debate. Y, como siempre, el resultado es el mismo: fracaso. Décadas de intentos por “mejorar” la educación pública han terminado en más de lo mismo. ¿Por qué? Porque seguimos haciendo lo mismo esperando resultados distintos.
Durante años, se creyó que aumentar el gasto resolvería el problema por arte de magia. La realidad fue otra: más presupuesto, igual o peor educación. Y, como si fuera poco, una minoría aprovechó ese aumento sin que los verdaderos beneficiarios —niños y jóvenes— vieran mejoras reales.
El modelo de educación oficial en Panamá es obsoleto, rígido y secuestrado por grupos de presión. Está basado en una planificación centralizada de mallas curriculares y en un subsidio a la oferta, lo que crea incentivos perversos. Al igual que las economías planificadas, impone un modelo único para todos, dirigido por un órgano central: el Ministerio de Educación (Meduca). Allí, gremios, sindicatos y burócratas dictan las reglas, condenando a los estudiantes a aceptar “lo que hay” en vez de poder elegir.
En una economía de mercado, las personas pueden elegir el producto que más les convenga; en la educación pública panameña, esa libertad no existe. Y por eso, da igual cuánto dinero se invierta o cuántos cursos reciban los docentes: mientras la raíz del problema —la centralización— siga intacta, la calidad no mejorará.
Reimaginar la educación pública significa romper el monopolio del Meduca. Este debe dejar de ser un planificador central y pasar a ser un fiscalizador de estándares mínimos, permitiendo que los modelos educativos compitan.
La clave es liberalizar la educación: implementar “vouchers” escolares, fomentar escuelas concertadas y sistemas mixtos. Permitir que docentes y organizaciones puedan crear y administrar colegios bajo diferentes métodos y planes de estudio.
Esto no es privatizar la educación: el financiamiento seguiría viniendo de los impuestos de todos los panameños. La diferencia es que el dinero seguiría al estudiante, no al sistema, y los colegios tendrían que competir por ofrecer la mejor calidad para atraer y retener alumnos.
Este modelo no es experimental: países como Chile, Estados Unidos, Colombia y Suecia ya han aplicado el sistema de “vouchers” con resultados que priorizan al estudiante por encima del docente. En Panamá incluso existen ejemplos informales, como los llamados “colegios fantasmas”, que con pocos recursos ofrecen mejor calidad que muchos colegios públicos cuyo costo por estudiante es mayor, así como colegios concertados, lo que derrumba la narrativa de que cambiar el modelo es privatizarlo.
Los últimos conflictos magisteriales dejaron claro el problema: docentes que paralizaron las clases por fines políticos e ideológicos. Mientras muchos de esos mismos docentes tenían a sus propios hijos en colegios privados, miles de padres debieron hacer sacrificios para pagar matrículas y garantizar que sus hijos no perdieran el año. El sistema actual prioriza los privilegios gremiales por encima del derecho de los estudiantes.
Reimaginar la educación significa darle poder de elección a quien realmente importa: el estudiante. El Meduca debe fiscalizar, no controlar. Los docentes deben competir, no acomodarse. Y la educación oficial debe dejar de ser un monopolio para convertirse en un espacio de innovación, diversidad y calidad.
En pocas palabras: el futuro de la educación panameña no está en gastar más, sino en liberar más.
El autor es miembro de la Fundación Libertad.
