La democracia es la única forma de gobierno que descansa sobre el ideal de la igualdad política y el respeto a las libertades individuales y colectivas. Esta característica la convierte en algo más que un sistema político: la democracia es una condición esencial para el desarrollo humano. El economista Amartya Sen enseñó que el desarrollo no puede reducirse al crecimiento económico ni a la acumulación de riqueza. Desarrollarse significa expandir las capacidades y libertades reales de las personas para llevar la vida que valoran. Sin democracia, el desarrollo es frágil e incompleto, pues las personas no pueden ejercer agencia sobre la construcción de su futuro. Y sin desarrollo para todos, la democracia pierde legitimidad.
La democracia ofrece espacios, procesos y mecanismos para la voz, la elección y la rendición de cuentas, elementos esenciales para ampliar oportunidades y libertades. Cuando las personas influyen en las decisiones y contribuyen al bienestar colectivo, aumentan las posibilidades de que el desarrollo y la prosperidad sean accesibles para todos, al tiempo que se fortalecen las condiciones para una mayor cohesión social.
Sin embargo, en América Latina y el Caribe esas promesas democráticas siguen inconclusas. Aunque la región ha consolidado instituciones en las últimas décadas, las brechas en servicios básicos, las desigualdades persistentes y una desinformación creciente han debilitado la confianza ciudadana en que la democracia pueda traducirse realmente en igualdad y libertad.
Las desigualdades como barreras estructurales
En teoría, la igualdad política debería traducirse en mayor igualdad en términos de bienestar. Pero esta premisa se desmorona ante profundas y persistentes brechas sociales y económicas.
América Latina y el Caribe sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo: el 1% más rico concentra casi la mitad de la riqueza, mientras que muchos hogares pobres pagan más impuestos indirectos de lo que reciben en transferencias. Algunos acceden a sistemas de salud y educación comparables a los de países desarrollados; otros enfrentan condiciones propias de las naciones más rezagadas. Además, más de la mitad de la población carece de mecanismos para enfrentar un shock moderado sin caer en la pobreza, un 31% vive en vulnerabilidad y la alta informalidad laboral debilita la calidad del empleo, aumenta la exclusión y limita la movilidad social.
Cuando las personas no tienen acceso a salud, educación o empleo digno, y cuando el Estado carece de capacidad para proteger derechos, la democracia deja de ser un espacio de libertad. Para algunos es una realidad tangible; para otros, apenas una palabra vacía.
Aunque la mayoría de los ciudadanos en la región sigue considerando la democracia como el mejor sistema de gobierno, cada vez son más los que cuestionan su capacidad para resolver problemas esenciales. Un 65% de la población se declara insatisfecha con su funcionamiento y un preocupante 41% está abierto a alternativas autoritarias. Estos datos deben alarmar, pero también movilizar: si la democracia quiere cumplir su potencial como motor de desarrollo humano, es imperativo abordar las desigualdades estructurales.
Desinformación acelerada: una amenaza renovada
A estas brechas se suma otro desafío: la desinformación. Aunque no es un fenómeno nuevo, hoy circula en un ecosistema digital de alta velocidad dominado por algoritmos que priorizan lo sensacional sobre lo veraz. Noticias falsas, campañas de desprestigio y ataques a las autoridades electorales erosionan la confianza institucional. En tiempos electorales, estas dinámicas distorsionan la deliberación pública y socavan el ejercicio informado de las libertades.
El cóctel de desigualdades estructurales, desinformación acelerada y malestar emocional genera dudas cada vez más extendidas sobre la capacidad de las democracias para cumplir sus promesas. Entre 2000 y 2024 el apoyo a la democracia en la región cayó del 60% al 52%, lo que significa millones de personas que ya no creen en ella como garante de bienestar y libertades.
Incluso frente a este desencanto, la vocación democrática sigue viva. América Latina y el Caribe continúa siendo la región en desarrollo más democrática del mundo. Esa paradoja es clara: mientras conserva ese liderazgo, la insatisfacción con su funcionamiento crece y amenaza su legitimidad.
Enmendar la promesa democrática
Una democracia se mide también en su capacidad de ser cuestionada, escuchar a una ciudadanía crítica y renovarse frente a los desafíos de su tiempo. El malestar no es necesariamente una sentencia, sino un llamado a reconocer fallas y reencauzar el rumbo. Lo que funcionó en el pasado ya no basta: el futuro dependerá de la capacidad de nuestras democracias de adaptarse sin perder su esencia.
La legitimidad democrática dependerá en gran medida de garantizar resultados tangibles en la calidad de vida y en la posibilidad de ejercer agencia sobre el futuro. Enmendar la promesa democrática y recuperar la confianza ciudadana solo será posible vinculándola íntimamente con el desarrollo.
Pero las estrategias de desarrollo en la región también deben repensarse. El Informe Regional sobre Desarrollo Humano del PNUD “Bajo presión: Recalibrando el futuro del desarrollo en América Latina y el Caribe” advierte que, en un contexto de incertidumbres y crisis recurrentes, la única forma de garantizar el desarrollo humano sostenible es situar la resiliencia como eje central. Propone un desarrollo humano resiliente, capaz de habilitar agencia, proteger libertades y servir de hoja de ruta para la región.
Esa guía renovada exige ir más allá de los instrumentos tradicionales de reducción de pobreza: ampliar la protección social, garantizar la presencia estatal en todas las regiones, fortalecer la gobernanza local y la participación ciudadana, y desarrollar una base digital sólida enfocada en innovación y cierre de brechas, todo con eficiencia, inclusividad y rendición de cuentas.
Ante este cambio de paradigma, la democracia emerge no solo como un valor intrínseco, sino también como medio instrumental para enriquecer la vida de los ciudadanos mediante la libertad política y el ejercicio de derechos.
Hoy América Latina y el Caribe tiene la oportunidad —si así lo decide— de demostrar al mundo que democracia y desarrollo no son promesas incumplidas, sino motores inseparables de un futuro compartido de prosperidad y libertad.
La autora es subsecretaria General de las Naciones Unidas, Administradora Auxiliar y Directora de la Dirección Regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

